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Urbe y orbe

De la fractura global a la esperanza

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

En los días del cambio de milenio, dos corrientes sobre la globalización recorrían el mundo y chocaban entre sí. Estaban los apologetas de la integración del orbe en un solo mercado: los globalifílicos. Eran principalmente políticos casados con la doctrina neoliberal de la apertura de fronteras para las mercancías y el capital. Dueños y directivos de empresas trasnacionales montados en el caballo del neoliberalismo para expandir sus operaciones en el paradigma de la alta rentabilidad y el bajo coste. Intelectuales que pregonaron que, tras la caída del bloque comunista, el fin de la historia era tan real como la desaparición de las ideologías. Por ignorancia o conveniencia, pasaron por alto que su propia concepción "escato-histórica" era una ideología.

Del otro lado estaban los críticos de la globalización. Los bautizaron como globalifóbicos. Eran miembros de partidos de izquierda tradicional, sindicatos de obreros y campesinos, colectivos y organizaciones civiles y universitarios. Durante fechas emblemáticas, como el primero de mayo, llenaban las calles en Europa y América para protestar contra la explotación del capitalismo global. Acudían a las cumbres políticas y económicas (G7, Davos, etc.) para contrapesar las decisiones de los dueños del poder y el capital. En aquellos días comenzaron a surgir proyectos políticos electorales contrarios a la globalización neoliberal desde la izquierda estatista, principalmente en América Latina: los Chávez, los Lula, los Kirchner. Sin un proyecto uniforme claro, pero con la idea de articular una globalización diferente, los globalifóbicos se asumieron anti-sistema.

El mundo se ha transformado tanto que incluso las posiciones respecto a la globalización han cambiado. Hoy los gritos más estridentes en contra del llamado globalismo vienen de la extrema derecha. Sectores conservadores occidentales que en el pasado aprovecharon la globalización o fueron indiferentes respecto a ella, y que ahora se han radicalizado para abrazar una política basada en el privilegio, la defensa de la exclusión, el tribalismo, el nacionalismo populista, el proteccionismo y la discriminación. Aunque esta nueva corriente globalifóbica "anti-sistema" tiene base en sectores sociales venidos a menos, sus principales azuzadores son políticos y empresarios de la élite que se han beneficiado de la globalización y que hoy quieren transformarla para acrecentar sus privilegios. Y, cosa curiosa, lo hacen con argumentos vertidos por los globalifóbicos izquierdistas de ayer que, incluso, advirtieron que entre los riesgos de la globalización neoliberal figuraba la ampliación de la brecha social y la polarización.

Pero también el bando de los globalifílicos se ha reformado. Hoy está poblado en su mayoría por políticos, empresarios y activistas que se asumen progresistas y que, algunos de ellos, llegaron a tener alguna militancia en la izquierda globalifóbica. Son partidarios de una agenda de progreso más cultural que económico. Políticos que migraron de la defensa de los intereses de la base de los trabajadores hacia la reivindicación de los derechos identitarios y de minorías. Son los antiguos partidos socialdemócratas que claudicaron de la organización social en su búsqueda por agradar al votante promedio de la "clase media". Así, dejaron a los alicaídos sectores obreros en manos de los populismos de extrema derecha.

No obstante, la discusión importante hoy no está en la nueva oposición entre globalifóbicos ultras y globalifílicos "progres". La hiperglobalización surgida en la década de los 80 ha desaparecido para dar paso a un mundo de globalización regional, competencia neoimperialista, capitalismo expoliador y oligarquía tecnológica. La discusión se encuentra ahora en los grandes problemas que enfrentamos como humanidad.

En una reciente entrevista para El País, el filósofo esloveno Slavoj Žižek menciona tres macroproblemas: el riesgo de una guerra nuclear; la crisis medioambiental, y el peligro de una disrupción negativa por la inteligencia artificial. Esta categorización amplia de las vicisitudes presentes y futuras de la humanidad encuentra una equivalencia con la definición que hace el economista estadounidense Jeffrey D. Sachs en su libro Las edades de la globalización. Lo que define a este fenómeno es la intrincada interacción entre geografía física, instituciones humanas y conocimientos técnicos. Los problemas que menciona Žižek tienen que ver con la triple dimensión global de Sachs. Los avances en el conocimiento técnico producen la revolución tecnológica que ha dado a las empresas del sector un poder sin precedentes. La relación entre las entidades económicas y la geografía determina la geoeconomía, como la relación entre las instituciones políticas y la geografía determina la geopolítica. La transformación del medio ambiente que la actividad humana produce por y para la tecnología, la economía y la política deriva en la crisis ecológica que vivimos.

Žižek es pesimista ante el cuadro que pinta, y habla de que sólo con una cooperación global obligada y ejecutada a través de decretos de emergencia podría conjurarse el peligro múltiple que enfrentamos. Sachs es más optimista y plantea de forma implícita una reforma del sistema capitalista mundial en el que la ONU juegue un nuevo rol como esquema de gobernanza global que impulse el desarrollo sostenible, y los estados fomenten una gobernanza desde lo local hasta lo nacional, con responsabilidades en cada nivel sin socavar el papel del sector privado.

Juan Luis Hernández Avendaño, rector de la Ibero Torreón, plantea una propuesta que me parece relevante en su libro Geopolítica de la esperanza: el territorio como lugar de la dignidad y la justicia. Propone trabajar en cinco campos. Crear una epistemología de la esperanza para denunciar de forma incisiva y valiente el mal común, pero también "anunciar las buenas noticias de nuestro tiempo". Ejercer la praxis de la esperanza con una actitud de resistencia y desde los márgenes de la historia, en la periferia de la sociedad, en los invisibles, en los disruptores, en los creativos (...)". Cultivar una espiritualidad de la esperanza que anime, prepare y forme en el discernimiento y que se nutra "de una praxis que acoge, cura, defiende, ama y perdona". Erigir una ética de la esperanza como sinónimo de cuidado, de cuidarnos los unos a los otros, para hacer "más saludable y más humana nuestra convivencia social, nuestro encuentro con los diferentes, nuestra cohabitación obligada". Construir la geopolítica de la esperanza que transforme el territorio habitado en un lugar de justicia y dignidad a través de la política de la presencia. "Estar presentes para convocar, para hacer juntos, para resistir, para crear proyectos, para formar y formarnos, para animarnos en la alegría de tener una fe esperanzada". En suma, hacer de la esperanza una forma de vida.

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