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Cavernícolas con iphone que pueblan feudos digitales

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

En septiembre de 2009 ocurrió un debate singular en el Teatro Sanders de la Universidad de Harvard. El primer presidente negro en la historia de Estados Unidos ya ocupaba la Casa Blanca. Las guerras de Irak y Afganistán minaban el prestigio y credibilidad de la primera potencia. Los efectos de la Gran Recesión aún se sentían. El debate reunió a los rivales más grandes del ámbito de la biología estadounidense: el biólogo molecular, genetista y zoólogo, James D. Watson, codescubridor de la doble hélice del ADN, y el entomólogo y biólogo Edward O. Wilson, padre de la biodiversidad y la sociobiología. Se cumplían entonces 150 años del Museo de Historia Natural de Harvard, y 150 años de la publicación de El origen de las especies, la obra parteaguas de Charles Darwin. El moderador fue Robert Krulwich, corresponsal de la Sección de Ciencias de la Radio Pública Nacional. En un momento del debate Krulwich planteó interrogantes sobre el futuro y la gestión de los desafíos. Wilson respondió que "el verdadero problema de la humanidad es el siguiente: tenemos emociones paleolíticas, instituciones medievales y tecnología casi divina. Y es terriblemente peligroso, y ahora se acerca a un punto de crisis general".

Los dos rivales brillaron y zanjaron sus diferencias ese día. Pero la frase de Wilson, de ingenio y lucidez extraordinaria, trascendió más allá del debate. Se convirtió casi en una definición de la humanidad de nuestro tiempo. Junto a libros como Los orígenes de la creatividad y La conquista social de la tierra ha abierto nuevos debates dentro y fuera del ámbito científico respecto a nuestra capacidad para enfrentar los retos en el pasado, presente y futuro. Cuando leí la frase de Wilson por primera vez, evocó en mí las primeras escenas de la película 2001: odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Un grupo de pre-humanos entra en contacto con un extraño monolito ortoédrico. El contacto parece haber transmitido cierto conocimiento a los primates antrópicos, cuyo líder, en una disputa por el control de una charca transforma un hueso en arma ofensiva. Al vencer, el líder lanza el hueso que de pronto se convierte en un satélite artificial en el espacio. Como en la película, hemos dado un salto inmenso en tecnología. Pero ¿qué ha pasado con nuestra inteligencia emocional y social?

El consenso científico apunta a que desde hace unos 300,000 años nuestro cerebro dejó de crecer y adquirió la estructura que posee. Su forma terminó de moldearse hace unos 100,000 años. Es decir que tenemos el tamaño y estructura del cerebro de los primeros homo sapiens y la forma cerebral de los primeros de nuestra especie que emigraron de África. En términos neurobiológicos no ha pasado demasiado con la humanidad desde entonces. Pero en el ámbito social y tecnológico, aquél mundo poco o nada se parece al de ahora. Somos como cavernícolas con teléfonos inteligentes dentro de sociedades organizadas de forma muy limitada. A eso se refería Wilson.

Observemos lo que ocurre en el sistema mundial que hoy se transforma con una profundidad sólo similar a la experimentada hace un siglo. En 1929 el escritor húngaro Frigyes Karinthy concibió en un cuento la teoría de que una persona podía contactar a cualquier otra en el mundo utilizando no más de cinco relaciones. Es la famosa teoría de los seis grados de separación. Las redes sociales del siglo XXI han superado con creces la idea revolucionaria de Karinthy. Contactar con una persona al otro lado del mundo está literalmente a un clic de distancia. La inteligencia artificial, por su parte, está ayudando a "reconfigurar" incluso el ADN. Hace unos días científicos de Barcelona crearon una IA capaz de "diseñar fragmentos de ADN que controlan el funcionamiento de células sanas de mamífero". Tenemos, como dice Wilson, una tecnología casi divina.

Pero los avances no sólo se usan para comunicar, estudiar y avanzar en la ciencia. También sirven para destruir, agredir y fomentar el odio. Las redes de racistas y misóginos se articulan y globalizan gracias al poder de las redes virtuales. Un grupo de hackers a sueldo o por cuenta propia puede poner en vilo a una sociedad entera con un ciberataque. Bombas nucleares mucho más potentes que las de Hiroshima y Nagasaki pueden viajar más rápido que la velocidad del sonido para impactar en cuestión de minutos en blancos ubicados en cualquier latitud del orbe terrestre. La tecnología podrá ser divina, pero las manos que la controlan pertenecen a un ser con la inteligencia emocional de un hombre de las cavernas.

Desde la ingenuidad decimos que, afortunadamente, existen instituciones que contienen los impulsos paleolíticos de gobernantes y gobernados y regulan el poder de la tecnología. ¿Es así? Todo apunta a que no. Existe una doble tendencia mundial en política: la agudización de la polarización conduce a la aceptación por parte de los ciudadanos de una mayor concentración de poder con tal de salvar la parálisis del disenso. "Se necesita un dictador que ponga orden", es una frase que se reproduce con una frecuencia y facilidad espeluznantes. Por otra parte, las instituciones democráticas han mostrado sus límites a la hora de regular las nuevas tecnologías para evitar abusos de la tecnoligarquía. El economista griego Yanis Varoufakis habla del poder de las grandes tecnológicas que construyen una especie de tecnofeudalismo en donde controlan la totalidad del territorio virtual, como otrora los señores feudales controlaban el territorio físico. Las tiranías digitales potenciadas por IA, ya sea desde un gobierno o desde un corporativo privado, son un riesgo real. Instituciones medievales con tecnología de punta para seres paleolíticos.

Ante la pregunta ¿qué hacer?, podemos tomar como punto de partida el complemento de la respuesta de Edward O. Wilson en el debate con James D. Watson: "hasta que nos comprendamos a nosotros mismos, hasta que respondamos racionalmente a esas enormes preguntas filosóficas que los filósofos abandonaron hace un par de generaciones: ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?, estamos en terreno muy frágil". Distraídos con la aparatosa externalidad tecnológica que hemos creado, nos alejamos de lo humano que habita en nosotros. Enanos éticos, depositamos en las instituciones las responsabilidades a las que renunciamos todos los días. Conocernos, comprendernos, es un viaje hacia el interior. Pero no para aislarnos. La autosuficiencia individual es una trampa y un sinsentido. Somos humanos gracias al plural, no por el singular. Un hombre aislado o una mujer sola no hacen sociedad. Todo lo personal es humano, igual que todo lo humano me es personal. Trabajar en nosotros es trabajar en todos. Para superar el paleolítico emocional, construir instituciones funcionales y poner la tecnología al servicio de lo humano y no de la explotación humana.

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