La ofensa es patrimonio exclusivo del poder. Solo tienen derecho a insultar los senadores, las gobernadoras, los representantes del régimen. Para ellos, el terreno libre para acosar y para agredir. El trato los periodistas a los poderosos debe ser reverencial. El ejemplo del supremo acosador ha definido la práctica de eso que llaman el "humanismo mexicano". Invitar al linchamiento desde las máximas tribunas del país.
Pero, ¡ay de quien se atreva a criticar al poder, de quien suelte la burla de los gobernantes, quien denuncie sus tropelías y abusos! No se trata, hay que advertirlo, solamente de una amenaza a los profesionales del periodismo, a los medios de comunicación. Se pretende eliminar el derecho democrático de reírnos de quienes nos gobiernan. Criticar al poder se ha convertido en atrevimiento de altísimo riesgo. Denunciar con pruebas a los poderosos o ridiculizarlos espontáneamente puede activar esa maquinaria de censura en la que todos los engranajes se mueven en una misma dirección, sin obstáculo alguno. Si pensaba usted compartir una imagen desfavorable de la gobernadora de su estado, cuídese porque se le puede acusar de participar en una campaña de odio y de ejercer violencia política de género. Si usted cree que la trayectoria de un político ha sido impulsada por pertenecer a una camarilla poderosa y lo expresa en sus espacios, puede usted ser denunciado penalmente por invalidar el talento, la dedicación y la preparación de quien ha labrado con su propio esfuerzo su carrera pública. No vaya usted a pensar que tiene el derecho de poner en duda la trayectoria de nuestros salvadores. Si usted se encuentra al presidente del Senado y no siente por él una gran admiración, cuídese de no expresarle la antipatía que tal vez le provocan sus desplantes, porque podría verse obligado a optar entre la dignidad y los pesares legales más insufribles. Dígale que lo admira y sáquese una foto con él. Cuídese usted si elige un calificativo poco elogioso de la gobernadora de Campeche para describir los extremos de su retórica adulatoria, el circo de sus conferencias de prensa o el absurdo de sus decisiones políticas.
La mujer del palacio, por supuesto, insiste en que vivimos en el país más democrático del mundo y celebra que en México no hay censura alguna. Mientras lo dice, invita al comisario de la inteligencia financiera para que ataque públicamente a sus críticos, las fiscalías abren investigaciones a los periodistas y los jueces se apresuran a condenar a reporteros y medios. La estructura censora del nuevo régimen ha quedado perfectamente aceitada. Hay nuevas causales para imponer el tapabocas y nuevas fidelidades dentro del aparato de justicia dispuestas a escarmentar a quien critica. Cuando la mitad de los puestos de elección popular recaen en mujeres, existe una legislación que penaliza su crítica. La definición de la "violencia política de género" es a tal punto vaga y subjetiva que cualquier cuestionamiento a una juzgadora, una alcaldesa, una diputada, gobernadora o a la misma presidenta de la república puede resultar ilegal. Denunciar la promoción política de una candidata, cuestionar sus lealtades, advertir subordinaciones, poner en duda su capacidad administrativa podría constituir un crimen. La crítica a quien ejerza el poder, sea quien sea, es parte esencial del debate democrático. Y no hay crítica que no lastime. Si creemos que la crítica es violencia porque la persona criticada siente una afectación personal desproporcionada por ser mujer, mutilaremos la libertad de expresión.
La denuncia judicial se ha convertido en el camino favorito de los censores: en lugar de contestar la crítica denunciar al crítico como violentador. La complicidad de fiscalías y jueces está prácticamente garantizada. Sépase bien: quien critique a la gobernadora de Campeche incita al odio y merece perder el derecho a la voz. Cuestionar los vínculos políticos de una legisladora es ultrajarla. Hacer pública las complicidades de la nueva cabeza del máximo tribunal de Tamaulipas provoca la orden de guardar silencio, el deber de ocultar la información y la amenaza de terminar en la cárcel.
Por el bien de todos, cállense la boca.