El 27 de abril de 1971 el poeta cubano Heberto Padilla escenificaba su propia inmolación. Había sido encarcelado durante más de un mes por conductas contrarrevolucionarias. No se plegaba al instructivo de la propaganda, se burlaba de los burócratas, no rendía homenaje a los personajes del régimen y escribía cosas como éstas:
No lo olvides, poeta.
En cualquier sitio y época
en que hagas o en que sufras la Historia, siempre estará acechándote algún poema peligroso.
Al salir de los 37 días de encierro en los calabozos del Estado, Padilla parecía transformado. Eso anunciaba con toda enjundia. Había comprendido su error. El régimen le organizó una conferencia de prensa en la que, durante casi dos horas, emprendió la más feroz autocrítica. Padilla se convirtió en ese teatro en el fiscal que acusaba a Padilla de las peores desviaciones. Las acusaciones eran serias: que no lo impulsaba el entusiasmo por el cambio, sino el pesimismo, que incurría en frivolidades cuando se estaba edificando la nueva patria, que elogiaba a los enemigos de le revolución y despreciaba a sus voceros, se había dejado contaminar por ideas extranjeras. El espectáculo fue, en buena medida, la consagración simbólica del totalitarismo castrista. El régimen no solamente proscribía la disidencia, provocaba la humillación de sus críticos. Al salir del encarcelamiento, Padilla rendía homenaje a la sabiduría de sus captores y agradecía la magnanimidad del régimen que le permitió, en su infinita generosidad, salir de prisión y tomar el micrófono.
Unas semanas después, Octavio Paz escribía una breve nota sobre el "Caso Padilla" en la revista Siempre! Advertía que él, a diferencia de muchos otros intelectuales latinoamericanos, no sentía una gran decepción porque sus ilusiones con la revolución cubana habían sido, más bien, modestas. Pero encontraba en la comedia de la autoflafelación el resorte profundo de una ceremonia totalitaria: "la autodivinización de los jefes exige, como contrapartida, la autohumillación de los incrédulos." La confesión de Padilla dejó las cosas en claro: ya no podía haber duda de que la revolución cubana era una dictadura totalitaria.
La autohumillación reciente de un abogado que increpó al senador Fernández Noroña es igualmente elocuente. De la naturaleza autoritaria del régimen puede haber pocas dudas cuando uno de los hombres más poderosos del país es capaz de usar las instalaciones del Senado de la República y emplear los canales de difusión oficial del Congreso para celebrar una ceremonia de autohumillación de innegable inspiración castrista. El hombre que ha fincado en el insulto su estrategia política está convencido de que el único trato que merece es la veneración. El patán se ha convertido súbitamente en guardián de los modales. La alta dignidad de su cargo merece veneración. La clase política de antes merecía todas las agresiones del pueblo. La clase política de hoy merece gratitud.
La soberbia del nuevo régimen ensaya formas para representar su despotismo. La autohumillación de los insolentes es una de ellas. Esta ceremonia parte de una certidumbre: frente al nuevo poder no hay defensa que valga. El senador sabe que el particular que lo agredió verbalmente y con quien forcejeó brevemente es un indefenso ante la nueva aplanadora del poder. Partido, gobierno, congreso, fiscalía, jueces, todos en sintonía frente a sus enemigos. La ley no es instrumento de protección de los particulares frente a los abusos del poder político. Es el látigo de los poderosos que sobaja a los particulares. Agrega valor simbólico a esta ceremonia grotesca el que haya sido precisamente un abogado la víctima de este abuso. Quien trabaja cotidianamente en tribunales se percata de la profundidad del cambio que se ha vivido en los últimos años y que se aceleró en los últimos meses. Hace unos años un abogado habría confiado en el amparo de la ley en un conflicto como éste. Hoy sabe que no hay ninguna protección frente a la inquina de los poderosos.
La degradación de la política mexicana ha llegado a los extremos de esta ceremonia de innegable aire totalitario. Ante la muerte de la ley, la salvación de quienes ofenden al poder son las prácticas penitenciales que alimentan la vanidad de los amos.