Primer acto. El 1.5 % de la población adulta más acaudalada del mundo posee casi la mitad de toda la riqueza global. Casi el 40 % de los adultos más pobres no llegan en conjunto ni al 1 % del patrimonio mundial. Dos terceras partes de las personas más pudientes están en Norteamérica y Europa Occidental. Uno de cada 10 multimillonarios son hombres y seis de cada 10 son blancos.
Segundo acto. 2024 fue el año más caliente desde que se tiene registro. El continente que más se calienta es Europa. La Organización Mundial de la Salud ha declarado que el cambio climático ya es una crisis sanitaria global. Entre 2022 y 2023 unas 100,000 personas en todo el mundo murieron por causa directa del calor. Casi la mitad de la población humana vive en zonas vulnerables a los efectos del calentamiento global, lo cual agrava la desigualdad.
Tercer acto. Israel entra en guerra contra Irán mientras arrasa Palestina. Rusia y Ucrania mantienen abierto un conflicto que va para 40 meses en su etapa más activa, y rebasa ya los 11 años desde su origen. Cachemira es un polvorín entre India y Pakistán. Y Taiwán es un foco caliente entre China y Estados Unidos.
Pero la discordia no es sólo entre países, también ocurre dentro de las sociedades nacionales. Estados Unidos vive la peor crisis política y civil en décadas. México, Colombia, Ecuador y otros países de Latinoamérica enfrentan violentas insurgencias criminales o guerrilleras. La polarización, producto de la desigualdad, golpea a las sociedades europeas en forma de extremismos políticos.
Para ponerle nombre a esta obra en tres actos, debemos recurrir a Jeffrey D. Sachs. En su libro Las edades de la globalización, el economista estadounidense plantea que los tres grandes desafíos que enfrenta la humanidad son: desigualdad, crisis medioambiental y conflictividad creciente. Vayamos por partes en esta anatomía de un mundo al límite.
La desigualdad importa y pesa. La concentración de riqueza en un puñado de personas ha alcanzado niveles históricos. Y no sólo hablamos de una brecha de ingresos. Se trata del acceso desigual a las oportunidades, al conocimiento, a la salud, a la tecnología y a la práctica política. Y no sólo es un asunto de ricos y pobres. Es también un tema de género y origen étnico. La desigualdad, en su forma extrema, rompe el famoso contrato social y destruye la idea misma de comunidad.
La fractura tiene raíces profundas. A través del colonialismo, los imperios europeos saquearon continentes enteros para enriquecer a sus élites. La revolución industrial multiplicó la concentración. El orden posterior a 1945, lejos de corregirla, la afianzó. Y la globalización neoliberal exacerbó el fenómeno: mercados financieros desregulados, debilitamiento del Estado social, reducción de impuestos a los más ricos y privatización de bienes públicos. La desigualdad no sólo es injusta. Es ineficiente, inestable y peligrosa.
Colapso ecológico y límite civilizatorio. El ecosistema planetario está en crisis. La temperatura global se ha elevado más de un grado respecto a los niveles preindustriales. La pérdida de biodiversidad avanza a ritmos antes no vistos. Los suelos se degradan. La mancha del estrés hídrico se extiende. Los océanos suben y se acidifican. Y todo ocurre en simultáneo.
No es un "problema ambiental". Debemos entender que estamos ante el colapso de los equilibrios que hicieron posible la vida humana como la conocemos. Los científicos han identificado nueve límites planetarios. Ya hemos cruzado varios y seguimos actuando como si el crecimiento económico fuera ilimitado. ¿Es culpa de todos? Más bien hay niveles de responsabilidad muy claros.
La crisis medioambiental es la consecuencia directa de un modelo económico basado en el consumismo, el uso masivo de combustibles fósiles y la extracción ilimitada de recursos. Un modelo que, desde su origen hace dos siglos, no consideró el costo ambiental como parte del balance. Lo que llamamos progreso se construyó sobre la base de la destrucción de la naturaleza. Y también aquí hay un componente de injusticia. El cambio climático golpea con más fuerza a quienes menos lo provocan.
La guerra, síntoma de un orden roto. Lejos de ser una excepción, la violencia vuelve a ser la característica de un cambio de época. A los conflictos en Europa del Este, Oriente Medio, el Sahel africano se suman las tensiones en Asia Meridional y Oriental y la violencia estructural en América Latina y Estados Unidos. El mundo se calienta también política y geopolíticamente.
Las guerras interestatales disminuyeron en número tras el fin de la Guerra Fría, pero los conflictos internos se multiplicaron. Ahora, con la vuelta de la competencia entre potencias neoimperialistas, estamos ante un nuevo ciclo de militarización y rivalidades geopolíticas.
El gasto militar global está en su punto más alto en la historia reciente. Los países rearman sus ejércitos y las potencias nucleares renuevan sus arsenales, mientras otras buscan hacerse con la bomba. Las armas autónomas, los drones, la ciberguerra y la desinformación marcan el nuevo rostro de los conflictos. Es un cuadro de descomposición.
El sistema internacional, diseñado tras 1945 para evitar una tercera guerra mundial, muestra signos claros de agotamiento. El Consejo de Seguridad de la ONU no funciona. Las instituciones multilaterales son rehenes de los intereses de las grandes potencias. Y, mientras tanto, los conflictos se prolongan y se multiplican, cancelan oportunidades e impactan el medio ambiente.
Los tres grandes desafíos que enfrentamos comparten obstáculos estructurales. Uno es el poder concentrado que bloquea los cambios necesarios. Las élites económicas y políticas que se benefician del statu quo no soltarán fácilmente sus privilegios. Desde las corporaciones de energías sucias y de armamentos hasta los grupos que frenan las reformas fiscales y sociales, la resistencia es real y organizada.
Otro es la fragmentación global. Vivimos en un mundo cada vez más desarticulado y egoísta, sin una arquitectura de cooperación que sustituya al agonizante orden liberal. La desconfianza entre potencias, la competencia tecnológica y la erosión del multilateralismo dificultan los acuerdos.
El tercer obstáculo es la desconexión cultural y ética. Hemos naturalizado la desigualdad, normalizado la destrucción ambiental y justificado la violencia. Nos falta una narrativa común de destino compartido. Nos falta una brújula de principios que reemplace la codicia por la solidaridad.
Pero la historia aún se está escribiendo. Y está en pugna. El desenlace depende de lo que hagamos ahora, como líderes, como tomadores de decisiones, miembros activos de una comunidad internacional. Desigualdad, colapso ecológico y guerra no son un destino fatal, inamovible. Son el resultado de decisiones. Y también pueden ser revertidos por decisiones distintas. Si elegimos el camino del coraje, la sabía cooperación y la justicia.
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