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JORGE VOLPI

En campaña, Donald Trump aseguró que, durante el primer día de su segundo mandato, se comportaría como un dictador. Ya lleva cien y no ha dejado de hacerlo: en ese tiempo ha acumulado 143 órdenes ejecutivas -aquellas que le permiten saltarse al Congreso y al Senado- para llevar a cabo una de las empresas de destrucción democrática más vertiginosas de que se tenga noticia. La celeridad de la maniobra es equivalente al pasmo o a la parálisis, cuando no a la resignación, con que han sido recibidas sus medidas por doquier, tanto dentro como fuera de su país. Sus primeros golpes han sido tan desbocados e intensos -y, por ello mismo, con frecuencia tan erráticos- que sus distintos adversarios no han acertado aún a responder.

Al menos desde el final de la Guerra Civil, Estados Unidos había logrado un singular consenso entre sus élites que articuló una poderosa ficción que permitió el ininterrumpido traspaso pacífico del poder, así como un sistema de contrapesos para garantizar su estabilidad. En un sistema bipartidista, que naturalmente hubiese estado destinado a la polarización, demócratas y republicanos compartían el mismo Gran Relato: una nación elegida -herencia de su filiación judeocristiana- destinada a dirigir los destinos del planeta. Que su democracia estuviese siempre llena de agujeros -hacia adentro, con la esclavitud y la discriminación racial y, hacia afuera, con su vena despótica e imperial- jamás alteró ese discurso heroico y autocomplaciente que tan bien funcionó por casi dos centurias.

Hasta la elección de George W. Bush, esa suerte de pacto interno se mantuvo más o menos firme. La elección de Barack Obama, su primer Presidente negro, quebró el equilibrio: el añejo racismo de sus fundadores se encontraba más arraigado de lo que cualquiera pudo suponer. Que en los albores del siglo XXI cristalizasen las mayores iniciativas de diversidad e inclusión -el intento progresista por pagar las viejas culpas-, al tiempo que la globalización neoliberal despojaba a las antiguas élites blancas y protestantes de sus últimos privilegios, acabó por desmontar el Gran Relato.

Del Tea Party a Trump, estas élites blancas y protestantes prefirieron desprenderse del Melting Pot para articular una ficción propia que, frente a la predilección estadounidense por el futuro, se decantó por la revisión nostálgica del pasado. Según esta nueva versión, Estados Unidos se había precipitado en una etapa de decadencia a partir del empoderamiento de las minorías y se hacía indispensable volver atrás. Igual que el fascismo o el nazismo, este movimiento poseía un feroz componente nostálgico: había que hacer lo que fuera para regresar a la era anterior a Obama y destruir hasta el menor resquicio de lo que ellos empezaron a categorizar como la tiranía de lo woke: en realidad, cualquier desviación de la "nueva normalidad".

En medio de este quiebre histórico, Trump -como antes Mussolini o Hitler-, un hombre desprovisto de otra ideología que el dinero y su propio ego, supo oler como nadie el espíritu de los tiempos y, con el cinismo propio de un narcisista patológico, prometió devolver a Estados Unidos a su grandeza pretérita. Al no conseguirlo en su primer periodo -no olvidemos que era un improvisado-, se empeñó en retener el poder a cualquier costo -rompiendo la última regla no escrita del sistema- y, tras ser enjuiciado y humillado, ha decidido llevar esta Gran Rectificación a sus últimas consecuencias.

Con sus 143 órdenes ejecutivas, Trump ha revelado que la ficción democrática estadounidense no era más que eso: su odio hacia los migrantes y las minorías, la venganza sistemática contra sus enemigos y su demolición de todo contrapeso institucional, así como su andanada proteccionista o su alianza con Putin, son la expresión de un vasto proyecto autoritario y racista frente al que Estados Unidos apenas tiene anticuerpos. Quienes piensan que bastará esperar unos años para que sea desalojado del poder no entienden que la destrucción es ya irreparable. Lo doblemente paradójico -como con Mussolini o Hitler- es que su desesperada revolución nostálgica solo acelerará su decadencia imperial. Al extraviar el Gran Relato que la sustentaba, la excepcionalidad estadounidense se aproxima a su final.

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