Atrápame si puedes. El último en ser cachado con las manos en la masa fue Santiago Nieto, quien protagonizó otro enlace internacional de graves consecuencias políticas, pues terminó en la prensa y se presta a toda suerte de suspicacias.
¿Será que me hago de la vista gorda y miro para el otro lado mientras no termines en el periódico ni vayas en contra de la narrativa que condena a la corrupción? Bienvenidos los matrimonios y cualquier jolgorio o festividad a los que tan afectos somos en este país, siempre y cuando no acaben en las páginas de los medios de comunicación.
Se vale estirar la liga, pero cuidado con que se rompa, pues entonces no hay reversa. Podemos, hasta cierto punto, hacernos los desentendidos y tener paciencia, mientras no generes un cisma político que pueda ser utilizado por nuestros adversarios. Es tal la obsesión malsana sobre lo que hacen y dicen los conservadores que podemos tolerar ciertas transgresiones siempre y cuando no se conviertan en pretexto para que nos ataquen.
Ahí está el caso de César Yáñez, colaborador de todas las confianzas y todos los afectos, el hijo pródigo, casi, hasta que su casamiento engalanó la portada de ¡Hola! y entonces se convirtió en carne de cañón para los detractores del régimen. A pesar de los pesares hubo que sacrificarlo antes de que el costo fuese mayor.
De no haber desafiado la ira de los dioses y sido más discreto, ¿otra suerte habría corrido el jurista Juan Collado? Para su infortunio, invitar y sentar juntos a un cantante de talla internacional como Julio Iglesias, a un expresidente con su nueva y rutilante conquista, a ministros de la Suprema Corte, empresarios y políticos de oposición supuso una afrenta intolerable para el actual régimen.
Durante meses, a Emilio Lozoya, otrora poderoso director de Pemex y presunto articulador de una red de sobornos que alcanzaría a legisladores, miembros del gabinete y varias empresas nacionales y extranjeras, se le profirió un trato de testigo privilegiado, al punto de tolerársele múltiples desacatos al sistema de impartición de justicia.
So pretexto de que revelaría los nombres y el entramado de corrupción a los más altos niveles -algo que todavía no ocurre- Lozoya gozó de libertad de acción y movimiento al punto de darse el lujo de cenar a uno de los feudos más exclusivos de la capital del país. La foto que circuló en redes sociales y la presión de la opinión pública hicieron imposible su estadía en la calle.
Según las mediciones del World Justice Program, México retrocedió 14 sitios en el ranking mundial en corrupción. Dicho índice mide tres formas de corrupción: malversación de fondos públicos, influencia indebida en intereses públicos o privados y soborno. Partiendo de tales estadísticas, México no es hoy un país menos corrupto que en sexenios anteriores, pese a que el discurso oficial pregona tolerancia cero frente a conductas de esa índole y busca distanciarse de lo que ocurría en otros tiempos. Tal como afirmara Enrique Peña Nieto, quien encabezó una de las administraciones más rapaces de la historia, la corrupción es un fenómeno cultural profundamente enquistado en el ADN de los mexicanos.
El amasiato entre los poderes político y económico sigue ahí, pero sencillamente, como ocurre en cada sexenio, lo que cambia son los grupos de interés beneficiados por las esferas del poder público. Según detalla una investigación de María Amparo Casar, el 44 % de las empresas en México reconoció haber pagado un soborno, lo cual nos ubica por debajo de Rusia. Solo el 2 % de los delitos por corrupción son castigados y generalmente son cometidos por mandos inferiores. Entre las instituciones que se perciben como más corruptas se encuentran los partidos políticos, la policía, los funcionarios públicos y los poderes legislativo y judicial respectivamente.
Desde el inicio de su administración, Andrés Manuel López Obrador emprendió distintas acciones para distanciarse de Gobiernos corruptos y un clan político acostumbrado a manejar las finanzas públicas como su botín personal. Aunque vale poner en duda qué tanto dichas acciones han servido para reducir conductas de corrupción enquistadas a todos los niveles, por lo menos en términos de símbolos edificados para encauzar a la opinión pública sí existe un antes y un después.
Sin embargo, ello no necesariamente se traduce en menores niveles de corrupción ni que la justicia haya dejado de aplicarse de forma selectiva o solo queriendo atemperar escándalos mediáticos. Ahí el caso de Emilio Lozoya, al que se le permitieron múltiples transgresiones hasta que el costo de su libertad fue insostenible en términos de opinión pública, no así el tratamiento proferido a Rosario Robles, quien desde su detención ha padecido lo implacable que puede ser el sistema cuando así conviene a sus intereses.
Twitter @patoloquasto