La historia se entiende hacia atrás. Como se narra en las páginas del libro “El deber de la memoria: del derecho al voto a la paridad en todo”, venimos de las insumisas de otros tiempos. Los rasgos de lo que hoy denominamos “feminismo” comenzaron a gestarse muchos años atrás, pero no tenía nombre… y recuerden que lo que no se nombra, no existe.
Las escritoras Cecilia Lavalle y Teresa Hevia citan, en su más reciente publicación, la Epístola de Melchor Ocampo, que se leyó en los matrimonios civiles de México durante casi cincuenta años. Recordé las palabras de mi mamá, quien nunca vivió con mi abuelo, pero siempre presumió con tremendo orgullo que él vino de Ciudad de México a su boda y se peleó con el juez al impedirle que leyera la Epístola de Melchor Ocampo, o él no firmaría. Yo a mi abuelo lo vi quizás dos o tres veces, pero los legados y las enseñanzas se dan con pequeñas acciones… incluso cuando aún no habitábamos este plano. Los hombres, aunque mucho nos empeñamos en decir lo contrario, también educan… incluso en la ausencia.
Recuerdo también una ligera discusión que mi abuelo materno tuvo con mi tía abuela, quien recién cumplió noventa años, cuando hablaban de que yo quería ser escritora… todos sabemos que cuando un joven comparte sus anhelos de ser escritor, o dedicarse al arte en general, las primeras reacciones son de miedo, de duda, de angustia por el futuro de esa alma cegada que habita en un mundo utópico, pero mi abuelo era actor, eso significa que fue capaz de luchar por sus sueños; es verdad, tenemos que decir que al elegir su sueño estaba renunciando a los de muchos otros, fue capaz de ir contra corriente, con sus muchas fallas, con los muchos dolores que fue dejando a cuestas; sin embargo, hoy decidí contar lo que aprendí del hombre ausente más visible de mi carrera.
Yo no sé si la pasión se hurta o se hereda. Nunca he robado nada… he heredado mucho en vida, de lo que voy recibiendo con las manos dispuestas, lo que voy escuchando de manera indirecta. Sé que el paso de nuestros antepasados no es en vano y que los solos nombres a veces tambalean.
Mi abuela Esperanza leía todos los días El Siglo de Torreón. Al entrar a su recámara, la encontrabas sentada con las piernas estiradas del lado izquierdo de la cama junto al teléfono que descansaba sobre la mesita de noche, con los pliegos de papel periódico cubriendo el edredón. Te contaba todo lo que estaba ocurriendo, desde algún fallecimiento, un choque aparatoso, una decisión internacional importante, hasta la vecina que fue fotografiada en una fiesta de cumpleaños. Mi primer cuento lo escribí gracias a ella y un recorte, precisamente, de este periódico que hoy tienes entre tus manos. Todo eso queda en la memoria.