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Dune: Parte dos

HUGO J. CASTRO

El mitólogo Joseph Campbell planteó en 1949 en su compendio analítico “El Héroe de Mil Caras”, una estructura narrativa que título el Monomito (un mito único), en el cual plantea 17 etapas que diferentes protagonistas de historias desarrolladas en diversas culturas, va desarrollando su consciencia, sus habilidades, pero sobre todo su capacidad de aceptar que este tenía una misión que cumplir, otorgarle a su pueblo la redención o por lo menos, el anhelo del “paraíso perdido”.

Tiempo después el escritor Christopher Vogler hizo una reducción de estas etapas dejándolas en solo 12, en la cuales el héroe vive momentos de incertidumbre, duda y con muy pocas esperanzas de dar el salto definitivo a considerar “el elegido”.

El viaje de este convencimiento de Paul Atreides llega a las pantallas en la segunda entrega realizada por el canadiense Denis Villeneuve, uno de los directores más visionarios de este siglo, a quien se le debe películas como Incendios, La Llegada y Blade Runner 2049. Ya desde sus épocas de director de cortometrajes se vislumbraba su capacidad de contar historias que sacudieran a la audiencia, para hacerlo pensar, no solo para que se quede pasmado (uno de sus cortos más memorables es Next Floor que se puede ver en Youtube).

Villeneuve tomó las riendas de crear un universo basado en Dune, escrita por el legendario Frank Herbert y que ha tenido diversas versiones, desde la malograda realización que planteó el chileno Alejandro Jodorowsky (en 1974), la cual tenía a estrellas como Orson Welles, Salvador Dalí y Mick Jagger, entre otros, pero que no pudo impactar de manera positiva entre los inversionistas debido a la visión violenta y excesiva del director, por lo que todo se quedó en el proceso de preproducción. De hecho, muchos piensan que el desarrollo de esta historia permitió que se dieran otras películas como Star Wars (cualquier semejanza es pura mera coincidencia, verdad mi George Lucas), o el diseño de producción que planteó H.R. Giger luego fue retomado para Alien, el octavo pasajero.

Luego David Lynch tomó el reto en 1984 de hacer esta película por encargo del productor Dino de Laurentiis; sin embargo, el resultado quedó lejos de lo que se había planteado por Jodorowsky. Muchos la tienen como una de las películas más flojas del director estadounidense, pero otros la valoran por el atreverse a realizar una historia compleja. Villeneuve planteó contar la historia de Hebert con diferentes perspectivas, si bien busca ser fiel a la historia, su perspectiva visual hace que desde la primera entrega de Dune en 2021, veamos un derroche tecnológico, poniendo énfasis en el desarrollo de los diversos personajes, pero indiscutiblemente mostrando un nivel de dirección muy característica del canadiense.

Y esto hace que en realidad, más allá de la historia misma, la labor de Villeneuve se ve no solo en mantener el hilo de lo que podemos considerar el viaje de Paul Atreides, sino la posibilidad de ver una obra que no busca que veamos al héroe solo con su dimensión mesiánica que a la larga será también su condena. Por ello no busca que Paul, ahora convertido en el esperado Lisan al Gaib (el “elegido” que devolverá el agua y los árboles al planeta desértico de Arrakis), sino que cuestiona hasta dónde esta hambre de poder puede ser capaz de destruir, pero basado en la esperanza de que bajo su amparo todo será mejor (lo que nos pasa a los mexicanos cada sexenio).

Timothée Chalamet, quien encarna a Paul Atreides, cumple con esta visión del héroe en duda, que tiene que aprender a dejar de ser el hijo del Duque Leto Atreides y convertirse en Muad’Dib de los Fremen, que cumplirá con lo que dicen las escrituras. Su más fiel creyente es Stilgar, un Javier Bardem convertido en un monstruo de la actuación, dejando la piel en cada trazo que da, al punto de volver en un idolatra a pesar de que se pone en riesgo a sí mismo y a su pueblo.

Sorprenden también el desarrollo de los personajes de Rebecca Ferguson (Jessica, la madre de Paul, quien guarda una gran cantidad de secretos y motivaciones que serán cruciales en la historia), Austin Butler (como Feyd-Rautha, un villano en toda la extensión de la palabra) y un viejo lobo de mar llamado Christopher Walken (el Emperador, que infunde más miedo con su actitud serena, un lujo su actuación).

El resto del elenco tiene buenos destellos; sin embargo, los antes mencionados hacen que la historia, a pesar de sus dos horas con 46 minutos, mantenga la atención del espectador, quien puede plantearse hasta dónde el héroe es también el villano, no solo porque defiende una parcialidad, sino porque en su viaje verá que el poder que alcanzará con mucho esfuerzo le hará cambiar totalmente su visión, siendo él la medida de lo bueno y lo malo (nuevamente cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia).

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