Hay tres milagros que nos suceden cada día y que ni siquiera vemos.
La casa.
El vestido.
Y el sustento.
El techo que nos cubre es un prodigio, lo mismo que la ropa que nos viste y el pan que nos alimenta. Alguien dirá que son el fruto de nuestro trabajo. Mi abuela Liberata rezaba al final de la comida: “Gracias a Dios que nos dio de comer sin haberlo merecido, amén”. Su hijo Rubén, padre que fue del inolvidable Profesor Jirafales, protestaba por el rezo: “No, mamá Lata. Yo sí lo merezco. He trabajado duro toda la semana”.
También el trabajo es un milagro, lo mismo que la salud para poder cumplirlo.
Hoy haré lo mismo que hago el primer día de cada mes: encenderé una pequeña vela cuyo tenue fulgor habrá de recordarme que estoy rodeado de milagros. No verlos es como estar ciego del alma. De esa ceguera líbrame, Señor. Es peor que la ceguera de los ojos. Se llama ingratitud.
¡Hasta mañana!...