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Le nouveau surréalisme mexicain, o la vida es una maldita tómbola…

JUAN PABLO BECERRA-ACOSTA

Imagine usted, lectora-lector, que tiene diez o quince años en el servicio público como juez o magistrado; o como médico, ingeniero, enfermera, maestra, contadora, administradora, notaria, barrendero, dentista, químico, conductor de televisión; vaya, el oficio o profesión que usted quiera. Media vida de trabajo y esfuerzo que, súbitamente, a causa de la demagogia de un expresidente que tenía arrebatos autoritarios, usted va a perder en un tris, en el tiempo que les lleva a unos tribunos hacer girar una tómbola y extraer una pelotita con un número maldito que sentenciará su despido.

Ahora su plaza será ocupada básicamente por cualquier persona, aunque no tenga la menor experiencia en la especialidad. Las urnas decidirán quién puede ser juez, magistrada, o ministra, aunque quizá se trate de personas que no sepan absolutamente nada del trabajo que usted lleva años ejerciendo.

¿Por qué semejante despropósito? Porque en la retórica del nuevo innombrable de la política nacional es la forma más eficiente de combatir la corrupción. ¿Y qué garantiza que quienes sean electos no sirvan a intereses corporativos que los compraron, a despachos de abogados malditos, a partidos políticos con conflictos de intereses, o peor, a capos del crimen organizado?

Desde que soy adulto, es decir, desde los años ochenta, cuando empecé a dedicarme a esto del periodismo, nunca había visto semejante acto de demagogia, y mire usted que presencié incontables arrebatos durante el autoritario priismo, el extraviado panismo y el despótico neopriismo. ¿Y sabe qué es lo peor? Que los seguidores del señor de la finca ubicada en remotas latitudes, y los correligionarios de la actual Presidenta, no se han dado cuenta del vergonzoso espectáculo mundial que dieron esta semana en el Poder Legislativo.

¿Cómo le explico a una querida amiga belga que, azorada, me mandó un mensaje preguntándome que si ese "circo", ese desmadre ("burdel") era verdad, o se trataba de un reality show que simulaba vida parlamentaria? ¿Cómo le explico que el presidente del Senado mexicano jugaba a ser un niño gritón de la Lotería Nacional para destrozar las vidas laborales de miles de servidores públicos? ¿Cómo le explico que una tómbola enterró las carreras judiciales de tanta gente? ¿Cómo le explico que ahora tendremos juezas, magistrados y ministros surgidos del más absurdo y peligroso azar?

"¿Por qué?", me cuestionó. A ver, ¿qué le contestaría usted a mi amiga, lectora-lector? ¿Porque el expresidente era el más demagogo entre los demagogos del continente americano (y vaya que hay varios)? ¿Porque estábamos festejando 100 años del surrealismo al más puro mexican style? "¿Porque estaban festejando el nuevo surrealismo mexicano?", se burló.

Pues sí, quizá mi amiga tenga razón: de la nueva aristocracia política mexicana ha nacido una nueva hilaridad de la razón, que pretende ligar el sueño con la realidad, el absurdo con la legalidad. Si el 15 de octubre de 1924 el escritor André Breton publicó en París el Manifiesto del surrealismo, donde definió la palabra surréalisme ("sobre, o por encima, del realismo"), acuñada en 1917 por Guillaume Apollinaire, y se trata de "un dictado del pensamiento sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral", no tendríamos argumento alguno para sorprendernos si en el México Mágico de la política de nuestros días surge un nuevo Breton chilango, encarnado por un sociólogo-estadista de la talla de Gerardo Fernández Noroña.

Le dije que sí a mi amiga oriunda del pueblo de Houyet, le confirmé que lo que había visto en imágenes de tómbola es parte de nuestra nueva realidad política, esa zona que no pasa por la razón sino por el dictado de un dogma que no es modulado por el raciocino ni por la ética. Vaya, es una dimensión que ni siquiera es filtrada por el sentido común, le añadí.

Luego me preguntó por quién voté. Por la Presidenta. Silencio. Creí que ella detendría este sinsentido, expliqué. C'est dommage, me trató de consolar.

Pues sí, qué pena.

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