Están proliferando aceleradamente problemas mundiales que ningún país puede resolver por sí solo. La lista de dificultades que afectan a la humanidad independientemente de fronteras territoriales, marinas o espaciales, es larga y peligrosa. Son de distintos tipos, desde la amenaza que puede representar la inteligencia artificial hasta las duras realidades de un planeta que se va calentando aceleradamente, pasando por la proliferación nuclear, las migraciones, las pandemias o la criminalización de los gobiernos.
Muchos de estos problemas, como por ejemplo el de las migraciones descontroladas, han existido siempre. Otros, como el calentamiento global, no tienen precedentes. Son problemas que o se resuelven a nivel global o no se resuelven. Para enfrentarlos, hace falta que se produzcan a gran escala lo que los economistas llaman bienes públicos. Estos son bienes cuyo uso por un consumidor no excluye que otros también se beneficien. Normalmente, son los gobiernos los que tienen que financiar y proveer los bienes públicos: las fuerzas armadas de un país, por ejemplo, les dan seguridad a todos sus habitantes y por eso son pagadas y organizadas por el gobierno. Pero a nivel global no hay gobierno. Entonces, ¿quién ha de proveer los bienes públicos globales?
Es un espinoso problema que admite pocas soluciones. Si un país es lo suficientemente poderoso para imponerle a sus ciudadanos y a otros países su sistema de gobierno se le llama "hegemónico". Las potencias hegemónicas siempre han tenido interés en imponer el bien público más básico, que es el orden.
Pero mantener la hegemonía es costoso y sus líderes tienden a ir perdiendo poder. Para evitar esa trampa, en el siglo 20 los estadounidenses intentaron el multilateralismo, un sistema en que todos los países se asocian voluntariamente para el bien común, a través de organizaciones como las Naciones Unidas. Pero pronto se dieron cuenta de que la competencia con la Unión Soviética haría inviable a ese modelo y por eso intentaron con el "minilateralismo". Es un sistema en el cual una potencia dominante, como Estados Unidos, arma una red de países fuertes que colaboran para proveer esos bienes públicos globales. La OTAN es un buen ejemplo de minilateralismo.
Los resultados del minilateralismo han sido enormemente positivos: nunca tantos seres humanos habían vivido con tanta prosperidad y seguridad como lo han hecho bajo el minilateralismo promovido por Estados Unidos. Entre 1945 y 2018, la pobreza absoluta a nivel global bajó de 55% de la población del planeta a 10%, al mismo tiempo que esa población se multiplicaba por cuatro.
Pero el minilateralismo sólo es viable si los países que se alían para mantenerlo son lo suficientemente poderosos para imponerle su arreglo a los demás, y ese supuesto está cada vez más en entredicho. La agresión rusa contra Ucrania, apoyada por el poderío chino, es la prueba más evidente de lo vapuleado que está el sistema con el que veníamos contando para proveer bienes públicos globales, como la paz, por ejemplo.
El asunto es que todo esto ocurre justo cuando el mundo se encuentra en la necesidad expandir dramáticamente su capacidad de proveer bienes públicos globales. La colaboración en materia ambiental, por dar un ejemplo, se va haciendo más y más apremiante justo cuando menor es nuestra capacidad de colaboración. En vez de colaborar para disminuir los riesgos que surgen de la inteligencia artificial, Washington y Beijing están en una carrera por crear cada cual un sistema más poderoso -y, en consecuencia, más peligroso- que el del rival. La demanda de bienes públicos globales está disparada mientras que la oferta está estancada. Si nadie logra imponer algo de orden en el sistema internacional, inevitablemente reinará una peligrosa anarquía.
X: @moisesnaim