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De Política y Cosas Peores

ARMANDO CAMORRA

La noche en que Raúl “El Ratón” Macías perdió su pelea ante Alphonse Halimi, doña Concepción Basilisa Méndez de Ruano, la excelente, bonísima señora dueña de la casa de asistencias en la calle Coahuila de la Colonia Roma, en la Ciudad de México, donde yo me hospedaba, derramó lágrimas amargas, igual que si llorara el óbito, tránsito o deceso de un querido ser. En aquella ocasión El Ratoncito no pudo pronunciar la frase sacramental que repetía lleno de emoción al final de cada uno de los combates que ganaba: “Todo se lo debo a mi mánager y a la Virgencita de Guadalupe”. Cada púgil, en efecto, debe tener en su esquina un buen manejador, y en su corazón un buen depósito de fe. Muchos son los boxeadores que al sonar la campana del primer round hincan apresuradamente una rodilla en la lona y se santiguan. Menudo problema se le ha de presentar a Diosito allá en el Cielo cuando ambos peleadores hacen eso. Quizá vuelve la espalda y dice: “Ái dense en la madre los dos, y que gane el mejor”. No son pocas las veces en que gana el peor, según lo señaló la irreverente pero realista cuarteta del tiempo de las luchas en España entre moros y cristianos: “Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos; que Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos”. Eso ha sucedido en todas las épocas y en todos los conflictos. Lo mejor es hacer como Yogi Berra. Cuando un pelotero latino trazó con su bate en el suelo el signo de la cruz antes de disponerse a batear, el célebre cátcher de los Yanquis borró la señal con su guante y le dijo al bateador: “Deja que el Señor se limite a ver el juego”. Todo lo anterior viene a colación porque es evidente que Xóchitl Gálvez no tuvo un buen mánager -quiero decir una buena asesoría- en el debate que perdió ante Claudia Sheinbaum. No hubo quien le aconsejara que vistiera el huipil que le ha dado identidad, y no una especie de traje sastre de señora de clase media que quiere lucir de la alta. Nadie le hizo ver que iba excesivamente maquillada, como si fuera a una boda y no a un acto de política. No se le entrenó para dominar su nerviosismo. Nadie le sugirió que dijera con emoción su declaración final en vez de leerla dificultosamente, ni que desplegara la bandera mostrando los tres colores del lábaro en vez de presentar sólo el escudo, y para colmo de colmos al revés. Todos esos errores, y la falta de contundencia en sus ataques y de claridad en sus pronunciamientos, llevaron a la candidata de la oposición a una derrota que no merecía, y de la cual se debe culpar en buena parte a quienes la enviaron tan mal preparada a aquel crucial encuentro. Yo pienso que es más conveniente para México una Presidenta con limitaciones personales, pero honesta y bien intencionada, que una con habilidades y destrezas de política profesional, pero con ideas que representan riesgos graves para el país, y que además es émula en más de un sentido del famoso Güilo Mentiras, el célebre personaje que narraba que en cierta ocasión le clavó un hacha en la cabeza a un jabalí, y un año después se topó con la prole del animal, la cual identificó porque cada pequeño jabalí de los ocho de la lechigada llevaba una hachita en la cabeza. En fin, esto de los debates es como las corridas de toros: en una le pitan y lanzan cojines a un torero, y en la siguiente lo sacan a hombros por la puerta grande después de un faenón. Esperemos que en el próximo debate la candidata opositora tenga un mejor mánager; mejores asesores y consejeros. Eso no sólo le conviene a ella: le conviene sobre todo a México. FIN.

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