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De Política y Cosas Peores

ARMANDO CAMORRA

“Asomaba a sus ojos una lágrima y a mi labio una frase de perdón. Habló el orgullo, se enjugó su llanto y la frase en mis labios expiró. Hoy voy por un camino, ella por otro, pero al pensar en nuestro mutuo amor yo digo aún: ‘¿Por qué callé aquel día?’. Ella dirá: ‘¿Por qué no lloré yo?’”. Los primeros versos que aprendí fueron de Bécquer. Sus rimas se me desleían en la boca, igual que los caramelos de la infancia. Sin saberlo estaba yo silabeando las primeras palabras del amor. Anacrónicos son estos lirismos, y será fácil motejarlos de cursilería. Acertarán quienes tal hagan. Seguramente soy el único editorialista en el mundo que todavía cita las delicuescencias de un romanticismo desaparecido junto con el polisón, el miriñaque y el peinado de bandós. Pero ¿qué puedo hacer? Llevo esa marca de la adolescencia como la cicatriz que tengo en la rodilla desde que me barrí al robarme la segunda base en aquel épico juego de beisbol, ligas pequeñas, entre el equipo de la calle de Lerdo y el de Salazar. (El ampáyer marcó out. Hasta el fin de la vida sostendré que fue claramente safe). Viene a cuento lo de la rima becqueriana porque habla de dos culpables: él y ella. Doble culpa hay también en el conflicto entre Ecuador y México. En sus inicios el problema lo causó el presidente mexicano, quien tiene la desgracia de que su pecho no es bodega, por lo cual con frecuencia salen de él injerencias que no deberían salir. El problema se agravó con la desatentada orden dada por el mandatario de la nación sudamericana, y que llevó a la bárbara irrupción en la embajada de México, acción contraria a toda recta conducta diplomática y a las más elementales normas del derecho internacional. Desde luego las declaraciones de AMLO sobre la elección presidencial en esa nación hermana fueron desafortunadas, por imprudentes, por improcedentes; pero la invasión de la embajada mexicana, flagrante violación de la soberanía nacional de nuestro país, constituye una aberrante demostración de fuerza que ha sido unánimemente condenada por lo que en una frase inédita llamaré “el concierto de las naciones civilizadas”. Ahora bien: sé que hoy debería ocupar mi espacio en hablar del debate presidencial de ayer, y no de este conflicto diplomático. Pero ¿qué otro pretexto podía encontrar para meter aquí una rima de Bécquer?... Don Blasonio era pilar de su comunidad. Pertenecía a todos los clubes de servicio; era presidente al mismo tiempo del Casino local, del Club Silvestre y del consejo del Instituto Mercantil, y socio fundador de la Cofradía de la Reverberación. Tenía un talón de Aquiles, sin embargo, aunque no en el talón. Le gustaba la nalguita, si me es permitida esa expresión plebea. Deleitoso gusto es ése, lo reconozco, pero no debe servir para hacer de la mujer un mero objeto de placer del hombre. Siempre he pensado que el sexo sin amor no es pleno, aunque este amigo mío opina que el sexo sin amor es bastante mejor que nada de sexo. Advierto, sin embargo, que estoy divagando. Vuelvo a mi historia. Don Blasonio acudió con una linda chica al popular Motel Kamawa, y ocupó con ella la habitación número 210. El episodio erótico que ahí tuvo lugar fue de excelencia: la ocasional pareja del magnate se esmeró en complacer todos sus antojos. No hubo deseo de don Blasonio que no cumpliera la sapiente fémina. Al final de las acciones el señor quedó tendido en el lecho en decúbito dorsal, ahíto y satisfecho. Lleno de emoción dijo extasiado: “¡Jamás olvidaré lo que me hiciste y lo que te hice!”. Preguntó la muchacha: “¿Cuánto me va a dar para que lo olvide yo?”. FIN.

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