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Columna

De política y cosas peores

ARMANDO CAMORRA

"Está bien. Sigue portándote como una prostituta. Vístete y maquíllate igual que mujer de la calle. Sal cada noche con un hombre diferente y regresa en horas de la madrugada cayéndote de borracha y oliendo a jabón barato de motel. Escandaliza al vecindario con tus gritos y tus maldiciones. Desprestígiate con tu conducta. Pero a nadie le digas que eres mi abuelita". Conocemos sobradamente a don Chinguetas, marido tarambana.

Su gran talón de Aquiles son las damas. En eso es un demócrata absoluto; no hace distinción de persona. Podría repetir aquellos sonoros versos del Tenorio: "Desde una princesa real / a la hija de un pescador / ha recorrido mi amor / toda le escala social", o decir a la manera del duque de Mantua en "Rigoletto", la perenne ópera de Verdi: "Questa o quella per me pari sono.".

Ésta o aquélla para mí son iguales. Doña Macalota, la mujer de don Chinguetas, le reprochaba su insaciable lujuria, su apetito carnal desordenado. Él se defendía: "Tú roncas; comes galletas en la cama y la llenas de migajas; ves tus series hasta altas horas de la noche; te levantas en la madrugada para ir al baño, enciendes la luz y me despiertas con tus ruidos. Y a mí ¿qué otro defecto me conoces?".  Cierto día doña Macalota llegó a su casa cuando no se le esperaba y sorprendió al desleal consorte entrepernado con una fémina despampanante de rubias trenzas y blancura nórdica.

Su estatura y robustez eran de valquiria; apenas cabía en el lecho, que gemía con cada meneo de la giganta. Puesto sobre ella don Chinguetas parecía lagartija en peña. La esposa le enrostró con justificado enojo una serie de epítetos interjectivos: "¡Bribón! ¡Canalla! ¡Desdichado! ¡Mal hombre! ¡Descastado! ¡Infame! ¡Ruin!". Y remató con otro de menor calidad lexicográfica: "¡Cabrón!". Al oír aquello don Chinguetas fingió gran desconcierto. Hizo como que se limpiaba las legañas y preguntó lleno de confusión: "¿Qué no eres tú, esposa mía, la mujer con la que estoy en la cama? ¡Ah, te digo que necesito lentes nuevos!"."¡Kalentine! -evocó en el pub un joven bebedor el nombre de una dama-.

Me gusta porque es hermosa, inteligente, culta, agradable, ingeniosa, educada, buena conversadora, amable, simpática y adúltera". Al día siguiente de la noche de bodas el recién casado observó que su flamante esposa se veía molesta, mohína, mortificada. Le preguntó, solícito: "¿Qué te sucede, vida mía? ¿Por qué advierto en ti señales de disgusto?". Replicó ella con desabrido acento: "Mi mamá me echó mentiras. Me dijo que anoche iba yo a ver cosas que nunca antes había visto, y que me iba a suceder algo que jamás me había sucedido, y no vi nada que antes no hubiera visto, ni me sucedió algo que antes no me hubiera sucedido ya".

"Soy pacifista -le comentó un sujeto al cantinero del Bar Ahúnda-. Por eso no entré al Ejército; por eso no asisto al box ni a otros deportes violentos; por eso nunca me casé". Flordelisa, muchacha soltera, hija de familia, le pidió a su padre que la acompañara, y en su automóvil lo llevó a un dispensario. Ahí le dio una noticia que el señor ciertamente no esperaba. Le dijo de buenas a primeras: "Padre mío: vas a ser abuelo". "¡Bendito sea Dios! -exclamó, feliz, el genitor-.

Ya pensaba yo que iba a irme de este mundo sin conocer la inefable dicha de tener un nieto o nieta que prolongara mi apellido: Cacalero. Ahora tendré quien perpetúe mi linaje, haiga sido como haiga sido, que nada importa eso ante el regalo precioso de una nueva vida que es carne de mi carne y sangre de mi sangre. Pero dime, hija mia: ¿por qué para hacerme este feliz anuncio me trajiste a un dispensario?". Explicó Flordelisa: "Para que me dispenses".

FIN. 

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