El piloto emprendió su misión de combate durante la guerra. Al cruzar el océano ocurrió uno de esos sucesos extraños y escalofriantes, oyó crujidos en el respaldo de su asiento. No podía moverse y tampoco regresar. Se quedó inmóvil. Los ruidos cesaron en su espalda y comenzó a sentir que algo se movía cerca de su equipaje, en el piso. Eran ratas. Pudo ver sus lomos escurridizos y sus largas colas. Estaban ahí y podían devorar cualquier cosa.
Pensó que podría ser una forma siniestra de ser torturado. La sola escena la produjo escalofrío.
Sacó el arma en un acto reflejo, pero era imposible disparar dentro de la cabina. Ideó un plan, comenzó a tomar altura, más y más.
Sin perder el rumbo, sabía que la diferencia de presión podía ser un arma letal a su favor. Las ratas no resisten vivir en la altura.
Subió con una sonrisa mientras se tranquilizaba, hasta que cesaron los ruidos y su cabina se tornó silenciosa.
En nuestra vida, desde muy pequeños, estamos sometidos al rigor de la necesidad de aprobación. Su contracara, la crítica, suele paralizar, desmoralizar, debilita el entusiasmo y la propia confianza. Así fuimos educados y por esto evitamos las críticas con perseverancia y sin éxito.
Las críticas nos acompañarán en nuestro avión, estaremos a su merced, exactamente igual que esas ratas. Querrán devorar nuestra autoestima, engullirse la confianza, acabar con cualquier atisbo de audacia.
Casi todas las personas prefieren ser arruinadas por los halagos que impulsadas por las críticas.
Por eso, como el piloto, tenemos la opción de mantener el rumbo y subir un poco más. Las críticas no resisten la altura. Suelen disolverse con la indiferencia. Quizá, igual que los fantasmas, el mayor daño, lo producen en la mente.
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