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Viajar en tiempos de frenesí

El sobrecupo de los destinos vacacionales más populares es una realidad. La experiencia de los visitantes se deteriora y los residentes ven afectada su vida ante las mareas de gente que reciben estos lugares.

Viajar en tiempos de frenesí

Viajar en tiempos de frenesí

ANA SOFÍA MENDOZA DÍAZ

A lo largo de la historia, el acto de viajar siempre ha tenido un lugar preponderante entre las actividades significativas del ser humano. Durante siglos, por ejemplo, los creyentes han hecho comunión con lo divino en su peregrinaje a lugares sagrados, ya sea Santiago de Compostela, La Meca, Jerusalén o cualquier otro sitio que, según la religión elegida, ofrezca la posibilidad de alejarse de lo pagano.

En culturas no monoteístas también es común que los viajes marquen un hito en la vida de sus integrantes. Desde los inuits en Alaska hasta los aborígenes australianos, son muchas las comunidades ancestrales en que los adolescentes hacen una travesía que marca su transición a la adultez: se alejan del hogar, de todo lo que les es familiar, para adentrarse a la naturaleza y mostrar sus capacidades.

El movimiento le es natural a nuestra especie, no por nada ha conquistado prácticamente todos los rincones de la tierra. Casi todos los 150 mil años de existencia del homo sapiens han estado marcados por un estilo de vida nómada.

Esa eterna movilización de individuos siempre ha tenido distintos objetivos, desde la búsqueda de recursos hasta la búsqueda espiritual, pero solo hasta muy recientemente se le ha añadido la búsqueda de placer. Salir de vacaciones, algo tan natural en estos tiempos, no hubiera tenido sentido en ningún otro momento histórico.

LA EXPLOSIÓN DEL TURISMO MASIVO

El turismo de hoy tiene su origen en la masificación de bienes y servicios que trajo consigo la Revolución Industrial. Por primera vez los medios de transporte pudieron mover a un gran número de pasajeros de un lugar a otro y a una velocidad que los animales de tiro jamás hubieran podido alcanzar. El tren y la fabricación en serie de automóviles brindaron una movilidad eficiente y cómoda a la creciente clase media. Conforme se fueron abaratando los costos, los obreros también pudieron acceder a la experiencia turística.

El empresario inglés Thomas Cook vio el potencial de esa nueva facilidad para trasladarse de un punto A a un punto B, y en 1845 abrió la primera agencia de viajes en el mundo. Con ella logró llevar a 165 mil personas de Yorkshire a la Exposición Universal de Londres en 1851. La mayor parte de los viajeros eran trabajadores de fábricas que asistieron a la exhibición por un precio módico que, sin embargo, resultaba sumamente redituable al multiplicarse por los miles de clientes que pagaron por el recorrido.

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Exposición Universal de Londres en 1851. Crédito: GettyImages

Se estima que casi un millón de personas de distintas ciudades (e incluso naciones) se trasladaron a la capital de Inglaterra para acudir a la Exposición Universal, la cual reunía piezas de arte y tecnología que mostraban los avances científicos de la humanidad en diferentes partes del mundo. Esto representa el mayor movimiento de población registrado en el país hasta entonces. Si algo así no había sucedido antes, es porque no existían los trenes, no porque no hubiera habido eventos de gran envergadura. La accesibilidad del transporte convirtió este sitio en el primer destino masivo. Con el paso de las décadas se irían popularizando museos, monumentos históricos, paisajes naturales, parques temáticos y un sinfín de lugares cuya existencia se adaptó (o se construyó expresamente) para atraer a miles de visitantes año con año.

CUANDO LOS VIAJES SE VUELVEN MERCANCÍA

¿Hasta qué punto la masificación del turismo ha afectado la experiencia de viajar? Como todo lo que se hace en serie, solo puede sostenerse si se consume en grandes cantidades; y, como todo lo que se produce dentro del capitalismo, no basta con mantener su consumo: hay que aumentarlo para generar más ganancias. Así, los viajes se convierten en una mercancía más que debe presentarse como necesaria para que el consumidor la compre de forma recurrente, tal como adquiere celulares, ropa de moda y servicios de streaming.

El problema con los destinos turísticos es que, a diferencia de otros bienes y servicios, no se pueden multiplicar. Si la demanda de iPhones aumenta, puede incrementarse su producción según se requiera. Sin embargo, no importa cuántas reproducciones haya de la Torre Eiffel, nunca serán la Torre Eiffel, la original. Lo único que queda por hacer es recibir a la mayor cantidad de personas en el menor tiempo posible, pero toda atracción de este tipo tiene un límite de espacio para alojar a los visitantes, y los días solo tienen 24 horas. Como consecuencia, la saturación de sitios emblemáticos se está convirtiendo en una crisis.

Actualmente hay ciudades, como Bangkok, Singapur, Vienna, Dubai y Miami, donde anualmente se registran más turistas que habitantes. La marea de foráneos altera tanto la vida de los residentes que, en muchos casos, han surgido movimientos ciudadanos que piden a las autoridades regular la llegada de viajeros. Su entrada multitudinaria satura las calles y el transporte público, aumenta los costos de vivienda, termina con la tranquilidad de barrios enteros y daña al ecosistema.

En algunas metrópolis ya comienzan a surgir medidas para desincentivar el turismo, pues ha llegado al punto de volverlas prácticamente inhabitables. La aplicación de impuestos a los visitantes es una de ellas, así como la generación de multas para procurar que su estancia no produzca un impacto tan negativo. Italia es uno de los países que han recurrido a este tipo de normas para descongestionar el tráfico vial y pedestre: en Roma se aplica una multa de 250 euros por sentarse en las famosas escaleras de la Plaza de España, en la playa de Eraclea está prohibido construir castillos de arena (por considerarse obstáculos innecesarios), y en Portofino hay sanciones de hasta 275 euros para quien bloquee las de por sí saturadas vías peatonales que muestran la magnífica vista del puerto.

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Fila para subir a la Torre Eiffel. Crédito: Pxhere

Sin embargo, en la mayoría de los casos el turismo masivo no ha podido ser contenido al grado de equilibrar lo sostenible con lo redituable. Aún persiste toda una narrativa que invita a las personas a conocer un sinfín de lugares que no se puede perder. Hoy ese discurso es más fácil de propagar que nunca, gracias a las redes sociales.

EL MIEDO A PERDERSE DE EXPERIENCIAS

Desde la oficina alguien ve un reel en Instagram donde su influencer favorito disfruta de una bebida exótica en las islas Maldivas. Peor aún: ve una fotografía de un excompañero de clases paseando en el Times Square de Nueva York. Con tantas cosas maravillosas pasando en otra parte, ¿cómo podría alguien no querer viajar? La imagen comienza a formarse en la mente: ahora es uno mismo quien está en la playa, y todos sus seguidores en redes sociales son testigos de ello.

Esa inquietud que provoca el sentir que los demás tienen una vida más satisfactoria que la propia puede alcanzar un grado patológico cuando es constante. A este fenómeno se le llama fear of missing out (miedo a perderse de algo) o F.O.M.O. El término fue acuñado por el asesor financiero Patrick J. McGinnis en un artículo que escribió para la Escuela de Negocios de Harvard. Posteriormente publicó un libro al respecto donde señala que este síndrome impide la toma asertiva de decisiones, pues quien lo padece comienza a aspirar a todo lo que muestran los demás en sus perfiles digitales: fiestas, comidas en restaurantes caros, viajes, conciertos, eventos deportivos, etcétera.

No es que esas actividades sean inalcanzables; pero las redes sociales, al no mostrar las vicisitudes del día a día, dan la impresión de que todo el mundo (excepto uno mismo) está gozando momentos gratos todo el tiempo. La persona atormentada por el F.O.M.O. comenzará, sin darse cuenta, a actuar bajo la premisa de que todo lo que haga debe ser digno de compartirse en el ciberespacio o, al menos, aparentar que lo es. Mostrar a los demás que se tienen experiencias interesantes terminará por tener más prioridad que tener una vida satisfactoria en sí.

Esa variante de la ansiedad es una gran aliada para el turismo masivo, que está lleno de dinámicas que, lejos de enriquecer, sólo abonan al ritmo frenético de vida del que supuestamente quieren alejarse las personas cuando salen de vacaciones.

Un mar de gente rodea perpetuamente a la Mona Lisa, abriéndose paso a empujones, no para apreciar la pintura sino para tomarle una foto. Una vez lograda la toma, no es necesario permanecer más tiempo ahí, ni siquiera para ver la obra con los propios ojos. ¿Se puede tener una experiencia estética en esas condiciones? O bien, ¿qué tanta diversión puede haber en pasar horas enteras haciendo fila para abordar una atracción de Disneyland? ¿Se puede una persona llenar de “buenas vibras” en Chichén Itzá sin tener la más mínima curiosidad por la historia de quienes construyeron sus templos?

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Turistas visitando la Mona Lisa. Crédito: Pixabay/ thomasstaub

No es que los destinos turísticos en sí no valgan la pena. Por el contrario, poseen un gran valor histórico y cultural, muchas veces también ecológico. Evidentemente se trata de lugares dignos de conocerse, el problema reside en que es difícil apreciarlos cuando los viajes han adquirido la dimensión de una lista de mandado. Ir a San Miguel de Allende por decir que se fue a San Miguel de Allende. Una vez tomada la foto, se puede tachar de la lista.

De ahí surgen los paquetes vacacionales donde el que paga es trasladado frenéticamente de un lado a otro para visitar el máximo número de lugares en el menor tiempo posible, como si se tratara de una línea de producción en una maquila. Una agencia de viajes advierte en su página web: “Este itinerario de una semana para familias tiene un horario ajustado, pero permite recorrer mucho de Europa en solo siete días”. El tour ofrece pisar Inglaterra, Francia, Bélgica y Países Bajos; cada uno de los destinos está separado por un trayecto en tren de aproximadamente tres horas. La empresa se encarga de tener listo el transporte, el hospedaje, las comidas, las entradas a los sitios de interés y, por supuesto, la agenda a seguir. Todo está decidido y perfectamente cronometrado; el cliente solo tiene que dejarse llevar y resignarse a que todo el tiempo va a haber alguien apresurándolo para dejar de hacer lo que sea que esté haciendo, por muy interesante que sea, con el único propósito de llegar a la siguiente parada, donde tampoco estará permitido detenerse si el turista quiere alcanzar a ver todo aquello que no puede perderse.

REPLANTEARSE EL PROPÓSITO DE VIAJAR

Filósofos de todas las épocas y orígenes han reflexionado acerca del valor de emprender trayectos al exterior para motivar la evolución interior. Otros tantos han llegado a conclusiones reveladoras precisamente gracias a que respiraron nuevos aires, abriéndose paso a caminos de pensamiento innovadores para su tiempo. Francis Bacon, por ejemplo, desarrolló el concepto de lo innato al darse cuenta de todas las similitudes entre los individuos a pesar de los distintos contextos en que vivían. Su contacto con culturas diversas le hizo darse cuenta de que los seres humanos tienen tendencias en común, como querer poner orden en el caos, dejarse engañar por los sentidos, apresurar conclusiones, y creer (e intentar comprobar) aquello que desearían que fuera verdad.

En los tiempos vertiginosos de ahora, ¿tiene cabida la idea de un viaje que vaya más allá del ir y venir tomándose selfies entre las apabullantes multitudes? Si bien los destinos turísticos populares seguirán abarrotados, es posible cambiar el enfoque con el que se recorre un lugar.

Un buen punto de partida sería definir el viaje más como un acto psicológico que geográfico, tal como lo plantea Emily Thomas, profesora adjunta de Filosofía en la Universidad de Durham, en su libro El viaje y su sentido (2020). En este ensayo explora la historia de dicha actividad humana y su impacto en la relación del individuo consigo mismo y con el mundo.

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Crédito: AdobeStock

Entre otros conceptos filosóficos, retoma el de lo Otro, una noción sobre la que han reflexionado grandes pensadores desde el Renacimiento hasta nuestros días. Sofía García-Bullé, investigadora en tendencias educativas, lo define como “el resultado de un proceso filosófico, psicológico, cognitivo y social a través del cual un grupo [o individuo] se define, crea una identidad y se diferencia de otros grupos”. En pocas palabras, lo Otro es todo aquello que no es uno mismo y que, sin embargo, ayuda a construir, moldear y/o reforzar la identidad propia. Si uno es mexicano, lo Otro serían todas las demás nacionalidades, por ejemplo. Así, contrastar las costumbres inglesas con las locales ayuda a hacerse una idea más precisa de la identidad nacional.

Pero García-Bullé advierte sobre los peligros que surgen cuando dicho proceso se ve contaminado por estigmas y prejuicios: discriminación e injusticias sociales. Es aquí donde los viajes pueden volverse una herramienta para que lo Otro sea enriquecedor, pues, en palabras de Emily Thomas, “viajar es la experiencia de lo Otro”.

El escritor de viajes Rick Steves ejemplifica perfectamente esta visión en una TEDx Talk donde, entre otras anécdotas, comparte su experiencia al ir a Irán. Cuenta que cuando sus conocidos lo cuestionaban acerca de su decisión de adentrarse en una zona de conflicto armado, él respondía: “Voy a ir ahí porque creo que es de buen carácter conocer a la gente antes de bombardearlos […] Las naciones tienden a deshumanizar a sus enemigos antes de ir a matarlos”.

El autor estadounidense llegó al país islámico con cierto temor, pero con la intención de conocer a sus habitantes y de descubrir qué era lo que los movía. Al costado de un edificio encontró un stencil de varios metros cuadrados con la leyenda “muerte a Estados Unidos”.

Sin embargo, a pesar de que él venía del territorio “enemigo”, el recibimiento que tuvo fue cálido. “Quiero que vaya a casa y cuente la verdad. Estamos unidos, somos fuertes y simplemente no queremos que nuestras niñas pequeñas sean criadas como Britney Spears”, le dijo una mujer que lo abordó en la calle.

En ese viaje, el norteamericano definitivamente entró en contacto con lo Otro: otra cultura, otra cara de la Historia. Es necesario ver esas diferencias de frente y con apertura para comprender su origen sin estigmatizarlas. Steves destaca la importancia de investigar sobre el bagaje que carga cada pueblo y cada persona. En el caso de Irán, por ejemplo, conoció a una viuda que cada semana iba a visitar la tumba de su esposo muerto durante la invasión liderada por Sadam Huseim y, según distintas investigaciones, financiada por Estados Unidos. Más allá de los contextos sociopolíticos distintos, esa potente imagen es capaz de resaltar la unidad entre las diferencias: la condición humana marcada tanto por el sufrimiento como por las dichas de la vida.

Cerrarse a lo desconocido es impedir que surja la empatía y darle paso al prejuicio, sin jamás ampliar el panorama que se tiene de la realidad. Viajar con la disposición de entrar en contacto con lo que nos es ajeno puede ser una oportunidad de aprendizaje invaluable. No es necesario cruzar océanos o exponer la integridad para lograrlo, basta con tener la apertura de descubrir qué facetas de la humanidad se encuentran en cada lugar.

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