El humor negro es un ingrediente en los textos de Higinio, acaso cultivado por la exposición constante que tuvo a las historias de terror y a su carácter juguetón. Con el paso de la vida acentuó la crítica hacia quienes rechazaban a los viejos (incluso este adjetivo le parecía ofensivo), lo peor ocurría cuando la aversión surgía de otro veterano, acaso esto sea el origen de este cuento que narra lo que seguramente vivió en sus constantes visitas al seguro (HAEN).
SE SOLICITAN VIGILANTES CON EMPUJE
Por Higinio Esparza Ramírez
- ¿Cuántos años tiene? preguntó el vigilante en jefe, de piel arrugada y manos artríticas.
- "Setenta", le respondí con la ilusión de que me daría empleo sin mayores trámites.
- ¡Uuuh!, usted está ya muy viejo, mejor váyase a su casita, que lo arropen y le den atolito-, atajó desdeñosamente.
El insolente se guarecía detrás del enrejado de acceso al estacionamiento principal de la clínica 46 del IMSS de Gómez Palacio y no me permitió el acceso a su cubil. En las rejas estaba pegado un letrero mal escrito: "Se solisitan jubilados para cubrir las guardias de bigilancia".
El portero con cara de tirano tendría entre 70 y 72 años de edad y sus movimientos eran torpes como sucede con todos los ancianos.
-Pero -balbucee. -Soy igual de viejo que usted.
-Nada, nada. Usted ya no la hace, mire nomás como le tiemblan las piernas.
-Es por el frío…
-Por eso mismo. Los vientos lo van a enfermar, agregó con manos enjutas. -Aquí necesitamos vigor y vitaminas. Usted no los tiene por ningún lado. Mírese los flacuchos brazos, sus conejos le cuelgan.
-Pero si no me los ha visto, traigo chamarra…
-Me los imagino, ¿Cómo la ve? Y hágase a un lado porque estorba.
Comencé a llorar, pero no de tristeza, sino porque el duro cierzo invernal irritaba mis ojos.
-Ya ve, hasta debilucho resultó; y no tosa porque me contagia. Además, sus ojos están rojos y lagañosos, como si anduviera de parranda.
-Pero si ya no bebo…
-Eso dicen todos, pero a mí no me engaña ¿por qué camina a trompicones y en zigzag?, por lo mismo, porque aún anda ebrio. Lo vengo devisando desde que apareció en la cuadra: de rato en rato se recargaba en la pared; caminaba ladeado como que la edad se le vino encima por el alcohol ¿pos qué más?
"Lo noto lerdo, torpe y tonto", agregó parodiando groseramente la letra de la canción "Viejo mi querido viejo".
-Necesito el trabajo, en casa ya no me soportan. No sirvo ni para traer tortillas, expresé en tono quejumbroso y limpié los mocos con el dorso de la mano derecha, por cierto, de piel endurecida y verdosa por tanto uso en esos afanes.
-Usted mismo me está dando la razón. Aquí tampoco nos sirve. ¡Largo de aquí!
Se aferró a los barrotes para frustrar cualquier intento de meterme a sus terrenos y alargaba continuamente la mano con su dedo índice no flamígero porque no era para tanto, ordenando que me alejara del lugar.
-Aquí sólo contratamos a gente con empuje en los brazos y en las piernas; que empuje para dentro y para afuera esta reja de gruesos barrotes a fin de que entren o salgan los automóviles con los médicos, enfermeras y gente de laboratorio. Usted, le repito, con esos bracitos huesudos no podría empujar ni cerrar nada, ni siquiera las ventanas de su casa… ¡Vamos! Ni siquiera cortar hígado y cebolla con un cuchillo para un almuerzo. No le veo fuerzas por ningún lado. Mírese las canillas y las muñecas, puro hueso quebradizo.
Fastidiado, me pegué a la reja, saqué la daga y a través de los barrotes se la enterré con flemática energía en la panza, hígado de por medio. Ya no habló.
70 años y más comenzaron a resbalar hacia el frío piso y un charco de sangre se extendió lentamente hacia el lado opuesto de mis zapatos recién lustrados.
Regresé a casa titiritando, orgulloso de haber defendido con decoro mis derechos humanos.
Encendí el televisor, me envolví en una cobija tal como indicó el implacable crítico, me tiré en el sillón y ordené a la cocinera en turno un atole champurrado con unas galletas de arándano y avena.
"Si usted es un jubilado del IMSS mayor de los 70 años, incorpórese a nuestros servicios de vigilancia. Buen trato y excelentes honorarios. Preséntese en la reja a partir de las siete de la mañana. Lo atenderán con diligencia ¡No se duerma!", decía el anuncio que difundía el aparato.
Cambié de canal y también de postura: el puñal retenido en el sobaco al estilo de los gauchos uruguayos, me estorbaba picudamente a cada vuelta. Lo acomodé en su funda de arriba abajo sobre la ingle derecha y desapareció la incomodidad.
-Mañana será otro día, filosofé, y me quedé bien dormido.