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Recuento

HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

El ambiente reporteril que protagonizó Higinio, se añejaba en las cantinas una vez cerrada la edición del día siguiente. La "vieja guardia" acudía con regularidad a los bares cercanos, incluso cada mesa de redacción de los periódicos locales tenía su cantina preferida la cual cerraba sus puertas para no incomodar a los reporteros con nuevos clientes. Allí, en los bares, se fortalecían las amistades, se conocían a fondo, se hacían compadres. Cuando llegaba el día de pago, el dueño del bar visitaba el departamento de redacción con las cuentas pendientes para cobrarlas y todos, sin desconfiar, pagaban su deuda. En uno de aquellos capítulo Higinio hizo un nuevo amigo, en seguida nos lo cuenta. (HAEN)

YA NO TOMO, RAZA…

Por Higinio Esparza Ramírez

Noche a noche el restaurante bar animaba con sus luces el bulevar. Puertas abiertas y bancos de respaldo alto ante la barra de servicio. Los ocupaban tarde y noche los adictos del rumbo y locaciones cercanas. Un ambiente tranquilo ofrecía el establecimiento. Nada para escandalizarse. Ni mentadas de madre ni gritos destemplados lastimaban a la parroquia.

Abría al mediodía y cerraba a las dos de la madrugada o antes, según la época y la densidad clientelar. Había convivencia y confianza. Surgieron amistades que se prolongaron a través del tiempo y los vecinos de las colonias próximas fraternizaron unos con otros, lo que no sucedía antes de convertirse en clientes del iluminado establecimiento.

Algunos tomaban moderadamente, pero otros lo hacían con exceso confiados en la cercanía de sus domicilios, ubicados entre el bar y las cuatro colonias que formaban el entorno, bulevar de por medio. Estos últimos cruzaban la calle a pie y en la misma forma retornaban a sus casas. En la madrugada disminuía el tránsito vehicular y la caminata ofrecía menos peligro, aunque las sombras de la noche desvanecían los obstáculos; árboles, cables tensores de los postes de la CFE que semejaban guillotinas, los cordones y las mismas banquetas, por ejemplo, todo un trastabillar zigzagueante que por cierto nunca perdía el rumbo.

En uno de los cruceros se creó una zona escolar para proteger a niños y niñas que acudían a la escuela primaria federal del rumbo. A media calle, en la parte central, se erguía una figura de lámina que simbolizaba a un agente de vialidad con la mano derecha en alto y un silbato en la boca para frenar a los conductores imprudentes e irresponsables. Por las tardes la retiraban y ponían a resguardo a pie de la banqueta. El tipo nunca perdía su mirada vigilante.

Cumplía sus funciones en forma impasible, calladamente, sin rechinar en ningún momento. De día soportaba con estoicismo los quemantes rayos del sol y la indiferencia de caminantes y automovilistas y de noche se sumía en la oscuridad, olvidado por todos.

Regularmente yo abandonaba el refugio cantineril entre la una y las dos de la madrugada, con el cerebro alterado por tanta cerveza consumida, un estómago abultado por las carnitas y chicharrones de puerco que servía con generosidad Miguel, el propietario, y un caminar torpe; tropezaba con las guarniciones del bulevar apenas visibles entre la luz disminuida de los arbotantes. De reojo veía cómo la silueta se movía, se dirigía al centro de la intersección y le marcaba el alto a un automóvil figurado para que yo pudiera ganar la otra banqueta sin riesgo alguno.

Alucinaciones de borrachera que me hacían regresar en el día y en mi completo juicio al crucero para confirmar que el mono era de lámina y se hallaba firmemente asentado sobre el pavimento, con una base circular de cemento para que los vientos huracanados no lo derribaran.

Fueron repetidos los encuentros con mi ángel guardián metálico e inamovible, pero sólo yo hablaba y él permanecía mudo, hermético, con una dura mirada de censura ante mi pésima conducta.

Continuamente, entre tumbos y bamboleos caía de cara a los pies de la efigie metálica con la dignidad por los suelos pero aún con aliento para agradecer su solidaridad y comprensión. Los raspones en los cachetes, manos y brazos causados por el asfalto, los equiparaba a los que sufren los peregrinos que van al Tepeyac y eso aliviaba mi conciencia.

Una noche lúgubre -negras nubes ocultaban la luna y las farolas del bulevar y sus arreglos navideños se hallaban extrañamente apagados- la alegoría cobró aliento. Entre un halo fulgurante bajó la mano derecha con la que señalizaba el alto, con enojo guardó el silbato en el bolsillo de la chaqueta color café, destrabó los labios repujados en la delgada plancha laminada y con un chasquido de oxidada voz (llovió toda la noche) dijo con seriedad aplastante:

-Higinio, ya no tomes.

Desde entonces, raza, se acabaron mis peregrinaciones etílicas. El restaurante-bar cerró, se acabó la convivencia nocturna y mis alucinaciones. Pero el agente de Tránsito sigue ahí, en su puesto, en la zona escolar que le confiaron a perpetuidad sus jefes, firme y decidido para continuar enderezando a los hombres y mujeres que creen que el alcohol es la pura vida o que es la panacea contra todos los males físicos o morales.

Por el contrario -advirtió en aquella época el laminado y cumplido servidor público ante selecta audiencia infantil en una de las aulas de la escuela primaria federal que estaba bajo su custodia- el alcoholismo produce desarreglos gástricos y nerviosos, abrevia la vida y conduce frecuentemente a la locura, fomenta la criminalidad y debilita la raza por sus repercusiones en la descendencia: meningitis, epilepsia, infantilismo e idiotez.

Lo malo es que desde entonces formo parte de un clan extraño integrado por personas de los tres sexos, unos pudientes y otros miserables, pero casi todos aburridos, catárticos, egoístas y confinados que me alejaron de los míos, de los que verdaderamente quiero y me quieren.

Lo bueno es que aún no llego a la idiotez (mayo 2015).

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