Durante el transcurso de más de cuatro décadas dedicados a la salud de los animales, he tenido el privilegio de vivir historias maravillosas, pero unas de las experiencias más memorables y extraordinarias fue el haberme encontrado en tres ocasiones con una de las enfermedades de mayor contagio y mortales que puede padecer todo mamífero, "Rabia".
Estos casos fueron detectados en tres pacientes de dos especies diferentes, pero más que satisfacción del diagnostico oportuno, fue haber evitado el contagio a niños que convivían a diario con sus mascotas, enfermedad que quien la padece está destinado a morir, de ahí la importancia de la detección a tiempo para su prevención a través de la vacuna.
Los tres casos fueron corroborados, por el laboratorio de patología animal de la Secretaría de Agricultura de Durango en 1978, por el laboratorio de patología animal de Gómez Palacio en 1984 y por el centro antirrábico de la SSA Torreón 1998. El primer caso se presentó en el municipio de Súchil en el estado de Durango, tenía algunos meses de haber egresado de la facultad y trabajaba como veterinario de gobierno, recuerdo que solicitaron de mis servicios en "San Alejandro" una comunidad cercana al poblado de Súchil, los dueños, una familia muy humilde y numerosa compuesta por 7 niños; se trataba de una paciente porcino, de dos años y setenta kilogramos de peso, con ocho crías de dos semanas de edad.
El problema era anorexia, postración, deshidratación y fiebre, administré antibióticos y desinflamatorios, sospechaba de una infección postparto, después de algunos minutos de observarla, presentó convulsiones y al recuperarse hizo el intento de beber agua acumulando abundante espuma por el hocico. Al dueño, un hombre joven de menos de treinta años curtido por el sol, le hice algunas recomendaciones: no había certeza pero probablemente se trataba de rabia, aislamiento total del animal, darle de comer y beber sin tener contacto, si llegaba a fallecer colocar la cabeza en una bolsa con abundante hielo y entregármela personalmente.
Al día siguiente falleció el animal y llevé la cabeza en abundante hielo a la ciudad de Durango, eran horas de camino en el transporte público, pues carecía de vehículo; cuando llegué al laboratorio y al hacer la hoja de ingreso del caso clínico, la doctora que me recibió había sido mi maestra, me hizo la observación de que aunque la cabeza se encontraba en buen estado, era incorrecta la manera en que la había embalado, y no estaba de acuerdo con mi diagnóstico.
Ni siquiera me dio tiempo de explicar mi justificación, el tiempo era muy importante para evitar la descomposición de la muestra y en un poblado no se encuentra el material necesario para un embalaje hermético. Al estar esperando el resultado, pensaba con el ánimo por los suelos que tanto trabajo y cuidados para errar en mi diagnóstico, que no debí de alarmar a sus dueños, siendo su animal el único patrimonio de la familia y había impedido su consumo; en ese momento me informa apresuradamente la doctora con el resultado en la mano: "Salió positiva su muestra, ¡Es rabia!".
En el segundo caso, transcurrían los años ochenta, trabajaba de veterinario de gobierno en el municipio de Mapimí, Durango, atendiendo propietarios de animales, la mayoría de ellos ejidatarios y familias de escasos recursos. En una ocasión en la visita a esas comunidades alejadas de la ciudad, una familia solicitó que revisara a "Negro" uno de sus perros que no quería comer y lo notaban triste, se trataba de un cachorro de cuatro meses con las características del pastor alemán, al auscultarlo presentaba deshidratación, fiebre, anorexia, postración, tenía dos días enfermo.
Le apliqué medicamentos para una infección y para fiebre, les dije que pasaría en la mañana a revisarlo. Al regresar al día siguiente no había mejoría en el cachorro, al contrario se veía más enfermo, en realidad no sabía la enfermedad específica que tenía mi paciente, los dueños cinco hermanitos me preguntaban cuándo se aliviaría "Negro", qué enfermedad tenía, por qué no comía ni tomaba agua, ya no jugaba con ellos y siempre estaba escondido bajo una carreta durante el día.
Fue entonces cuando me llegó la respuesta, ¡Fotofobia! (miedo a la luz), inmediatamente pregunté a los papás de los niños si estaba vacunado contra rabia, no lo habían vacunado. Les dije que no estaba seguro de mi diagnóstico, pero teníamos que prevenir, les expliqué algunas manifestaciones de la enfermedad, pues no siempre es agresiva, así que lo tendríamos aislado, bajo sombra, con comida y agua, y evitar todo contacto, les recomendé si llegaba a fallecer le colocaran mucho hielo sobre todo en la cabeza y me llamaran por teléfono para ir por él.
Al día siguiente me hablaron, "Negro" había fallecido, inmediatamente fui a recogerle y llevarlo al laboratorio de patología. Resultando positivo a rabia.
El tercer caso fue en los años noventa, había hecho la especialidad en perros y gatos dedicándome exclusivamente a la clínica de las pequeñas especies, tenía de clientes a una familia que llevaban regularmente a dos de sus mascotas, la dueña, doctora de profesión era la más asidua y siempre vestía con elegancia.
En una ocasión llevó a otra nueva mascota a baño, "Doly", una perrita coquer de siete años de edad, al observarla dentro de la jaula, somnolienta, triste, presentó una convulsión, inmediatamente le hablé a su dueña y me dijo que la había encontrado deambulando en la calle y como era muy dócil la adoptó hace unas semanas, le daba de comer y dormía fuera de su casa, me dijo que la revisara, la bañara y le cortara el pelo, no quiso hospitalizarla, le administré algunos medicamentos; al recogerla se veía de mejor aspecto, les di una serie de instrucciones y recomendé que si llegaba a fallecer, la enviaran al centro antirrábico por su sintomatología nerviosa, diciendo que la habían vacunado en la campaña antirrábica.
Pasaron dos días cuando fue la dueña a darme la noticia que "Doly" había fallecido, la habían llevado al centro antirrábico y resultó positiva a rabia. Esa fue la última ocasión en que me aplicaron las inyecciones del tratamiento antirrábico.