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Pequeñas especies

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Una cesárea nupcial

M.V.Z. FRANCISCO NÚÑEZ GONZÁLEZ

Me encontraba trabajando en el histórico poblado de Mapimí, Durango, como veterinario de gobierno, contaba con la juventud y el entusiasmo del inicio de mi profesión, éramos varios los profesionistas que nos encontrábamos trabajando en la institución. Fuimos dos los veterinarios, una colega recién egresada y un servidor, llegamos a formar buen equipo atendiendo todas las especies domésticas, desde gallinas con ectoparásitos, caballos con cólicos, múltiples cirugías, como cesáreas en ganado mayor y menor.

En una ocasión un compañero, ingeniero agrónomo, me pidió el favor de ir a consultar un animal enfermo, "este es muy especial, se trata de un animal cuyo dueño es el papá de la chica que cortejo, y presiento que él no me acepta, se trata de una cerda que ha dejado de comer, y se encuentra muy preocupado y le hablé de ti, le dije que eras un excelente veterinario, y que aliviarías a su animal, así que no me hagas quedar mal, ya que es mi oportunidad para que me vea como yerno".

"Vamos a revisarla -dije-, pero en primer lugar le mentiste al decir que era un excelente veterinario y en segundo lugar qué tal si no logro aliviarle". Se trataba de una paciente porcina de unos setenta kilogramos de peso, había dejado de comer y se encontraba postrada, al auscultarla sus constantes fisiológicas normales, realmente no tenía ni la menor idea de lo que le pasaba, no podía auxiliarme del laboratorio debido a la distancia y a la premura del caso, esperaba la pregunta que atormenta a todo veterinario cuando aún no tenemos un diagnóstico de la enfermedad, y sucedió:

"¿Qué tiene doctor?", dijo el dueño, traté de ganar tiempo haciendo algunas preguntas, ¿desde cuando empezó a estar mal? ¿Cambió de alimento? ¿Aplicó algún medicamento? ¿a presentado diarrea?.

No le quitaba la vista de encima a mi paciente esperando alguna información que me dijera algo con su comportamiento, y recuerdo muy bien que en el flanco izquierdo de su abdomen, alcancé a ver una protuberancia que luego desaparecía, fue entonces que empecé a tener una idea de lo que probablemente tenía, pregunté si se había cruzado, no lo sabía, pues machos y hembras se encontraban juntos, su dueño no creía que estuviera preñada pues no había desarrollado su abdomen, pero tampoco la había visto entrar en celo.

Le expliqué que como no teníamos seguridad de que se había cruzado, y la palpación no es un recurso muy útil como en los caninos para diagnosticar gestación, y por esa protuberancia que aparecía de repente, a mi parecer tenía una cría que no había expulsado, una opción muy remota por el tiempo transcurrido, era la oxitocina, y lo más indicado era realizar una cesárea, en caso de que tuviera razón, sería una o dos crías máximo, y muy probable se encuentren sin vida pues el parto se había pasado, y posiblemente era la causa de la enfermedad.

Su dueño, una persona de setenta años, no se encontraba muy convencido de mi diagnóstico, pero sin dejar de ser amable autorizó la cirugía, y como se encontraba en el mismo poblado de Mapimí, opté por realizar la cesárea en un lugar más adecuado, sin el polvo y la contaminación del corral, presencia de moscas y sobre todo de múltiples espectadores que no iban a ayudar, así que adapté el cuarto de lavandería de la oficina como quirófano.

La persona más interesada de que saliera todo a la perfección era el ingeniero, cuando me preguntó sobre las probabilidades de sanar, no le agradó mucho mi respuesta, no tanto por la paciente sino porque era él responsable de la recomendación, y estaba en juego su aceptación, hizo una cara de angustia cuando le dije que no estaba seguro al cien por ciento de mí diagnóstico, y sobre todo del restablecimiento del animal que tenía semanas enferma, pero teníamos que hacer algo al respecto, la cesárea era lo más indicado en ese momento, resultaría peor no hacer nada y el animal moriría.

Me encontraba como cirujano en la lavandería de la oficina, como anestesista mi colega, y como ayudantes a cuatro ingenieros agrónomos incluyendo a nuestro jefe. Aunque todos llevábamos una excelente amistad, había una sana rivalidad gremial, podía decir que había ciertos celos debido a que la gente que solicitaba nuestros servicios, nos tenían a los veterinarios más consentidos, después de una labor que realizábamos en sus animales.

Era muy raro que regresáramos con las manos vacías, y más si el paciente sanaba, nos obsequiaban, quesos, frijol, elotes, cabritos, y jamás nos permitían regresar con el estómago vacío, eran espléndidos anfitriones, después de la jornada de trabajo, degustábamos esos suculentos almuerzos que nos ofrecían de todo corazón; las enormes y gruesas tortillas a mano, el queso de cabra elaborado en casa, los frijoles guisados en manteca de puerco, las picosas papas en chile tomate y cebolla, y los huevos inundados en ese caldillo de salsas de molcajete de diferentes chiles, sin faltar el aromatizante café de olla, preparado en viejas estufas de leña.

De antemano sabían mis ayudantes que iba a realizar una cesárea sin estar seguro de encontrar alguna cría, y hacían bromas al respecto si llegaba a equivocarme, con excepción del jefe que siempre me tuvo gran confianza, pero la más segura de mi diagnóstico era mi estimada colega, con quien siempre conté con su apoyo, y el más preocupado era el ingeniero de la recomendación.

Han pasado más de cuarenta años, y sigo conservando los gratos recuerdos de aquellos jóvenes compañeros de entonces, que fueron excelentes y entrañables amigos, y que aún tengo el privilegio de tener su amistad.

Implementamos una mesa de cirugía sobre los lavaderos, mis ayudantes se ocuparon de subir a la paciente y de la sujeción, mi colega procedió a la aplicación de la anestesia, quedaron sorprendidos de lo rápido de su efecto, en aquel entonces utilizábamos un anestésico que lo aplicábamos a través de la vena de una de las orejas del paciente, tal vez ahora los colegas dedicados a cerdos al leer este procedimiento, no sean tan drásticos en su opinión, ya que en ese entonces era el único recurso que teníamos, y qué lejos estábamos de los aparatos de ultrasonido y de rayos X portátiles. Después de afeitar y desinfectar la zona donde haríamos la incisión, colocamos un campo quirúrgico, y por primera vez vieron nuestros compañeros ingenieros una cirugía aséptica, comparada a las que realizábamos de emergencia en el campo, contaba con el protocolo de una intervención quirúrgica dentro de nuestras posibilidades. Recuerdo que al ponerme los guantes me encomendé al Señor como siempre lo hago y procedía a incidir con el bisturí, al introducir la mano dentro del abdomen para localizar el útero, y al palpar aquella masa dura y perfectamente reconocible, solamente esbocé una sonrisa, al exponer el cuerno uterino y abrirlo para sacar esa pequeña cría muerta que comenzaba el estado de descomposición, solamente veía caras de asombro de mis ayudantes, posteriormente suturamos quedando la incisión perfectamente desinfectada, inyectamos a la paciente e hicimos las recomendaciones al entregarla a su dueño, en excelente estado de salud, y con gran apetito.

Al final todo era sonrisas y felicitaciones, había una persona que se encontraba más feliz que todos, el ingeniero que había hecho la recomendación, fue tanto el éxito de la cirugía, que posteriormente el dueño de la paciente dio la anuencia para la boda, que después de cuatro décadas aún forman una familia feliz, gracias a esa cesárea nupcial.

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