John Dee no sonreía nunca. Observaba al pie de la letra las enseñanzas evangélicas, y en sus lecturas del Sagrado Libro aprendió que Jesús había llorado varias veces, pero ninguno de los evangelistas consignó que hubiera reído alguna vez.
Los malquerientes del filósofo se burlaban de su solemnidad y lo llamaban a sus espaldas "El tristón". Dee sabía de esas guasas, y las ignoraba. Tampoco el Divino Maestro hacía caso de lo que le decían los fariseos.
Una mañana, en el mercado, una linda muchacha de azules ojos y cabellos rubios le sonrió a John Dee. Sin darse cuenta él le sonrió también.
El resto de la historia es breve. El filósofo desposó a la hermosa joven, y su casa se llenó de hijos. Y de sonrisas.
¡Hasta mañana!...