La mañana es nebulosa. Su color es de plomo. El termómetro del jardín marca 3 grados Celsius bajo cero.
No me importa.
Estoy en la sala de mi casa, sentado en mi acogedor sillón, con una manta de lana cubriéndome las piernas y el regazo, y un cálido batín de terciopelo rojo abrigándome de la cintura arriba. Con mis pantuflas y mi gorro de estambre debo tener cierta semejanza con algún personaje de Charles Dickens.
En la mesilla, al lado, humea una taza de té de manzana con canela, y cerca de mí arde el fuego de la chimenea.
Dentro de poco llegará el visitante nocturno que a esta hora viene: el sueño. Entonces me iré a la cama y me arrebujaré en el edredón de plumas, que es como un cálido verano.
De pronto me asalta un pensamiento: el de los migrantes que, de paso por mi ciudad, dormirán esta noche en un rincón de alguna calle, o bajo un puente.
¡Carajo! ¿Por qué no puede uno disfrutar en paz su manta de lana, y el batín de terciopelo, y las pantuflas, y el gorro de estambre, y el té de manzana con canela, y el fuego de la chimenea, y la cama, y el edredón de plumas?
¡Hasta mañana!...