Milagros cotidianos
Como ya he dejado claro aquí, soy una niña muy antigua, para quien los prodigios científicos y tecnológicos solo se entienden como milagros. No necesito que el agua se convierta en vino —aunque me encantaría— para percibir el milagro nocturno de ordenar “hágase la luz”, y que la luz se haga.
El nacimiento de un niño, la inteligencia de mis manos, la primavera, son milagros que no dejan de provocarme estupor. Esto lo digo para que imagine, pacientísimo lector, lectora, el deslumbramiento que me provoca meterme en el vientre de una ballena de acero con trescientos pasajeros a bordo, equipajes, alimentos, bebidas y combustible suficiente para atravesar el altamar del cielo y, el más milagroso de todos los milagros (¡Oh, Dios!), que el animalote encuentre su destino y aterrice; a veces no tan suavemente, pero casi siempre con los pasajeros a salvo.
Esto viene al caso porque, a pesar de los sufrimientos que me impone abandonar mi almohada, las viejas pantuflas, la comodidad de mi casa, los jueves literarios, para aventurarme a la orfandad de los aeropuertos, el trasiego de maletas e inhóspitos hoteles que me convencen de no volver a viajar, soy la primera en levantar la mano en cuanto alguien propone una salida. Yo voy.
Esta vez fui a dar a Sicilia con todo y chivas. Cuatro amigas y yo nos empacamos en una camioneta rentada para explorar algunas ciudades de esa isla que, como condesa venida a menos, conserva valiosas joyas que dan testimonio de su añeja aristocracia.
Allá me encuentro con el milagro del oráculo que ahora llamamos teléfono celular: él nos informa del clima, nos dice a dónde hay que ir, dónde comer y lo que hay que ver. Nos conduce por carreteras angostas, empinadas, de curvas cardíacas que parecen un paseillo a las Cumbres de Acultzingo.
El oráculo que lo sabe todo nos conduce por enclaves fascinantes a Monreale, donde se encuentra una de las más sublimes catedrales que he visto en mi vida. Entre viñedos y olivares aparecen los vestigios del Valle de los Templos en Agrigento, la extensa zona arqueológica de Siracusa y siempre el mar.
La voz del oráculo que lo sabe todo nos guía por callejuelas medievales, plazas, monumentos y museos; aunque lo mío, lo mío, es la calle, las terrazas llenitas de gente que pasea, come sin prisa, hace largas sobremesas, duerme la siesta y cuyo movimiento es lento y apacible. Deambular, vagabundear, tirar baba es el lado de la vida donde me gusta estar.
Así fue que en una terraza, mientras bebía cerveza, otro milagro: ignorando los más de diez mil kilómetros de distancia que nos separan, Beatriz Paredes, esa gran señora, aparece en la pantalla de mi oráculo y, con la elegancia y madurez de mujer que conoce la política desde sus entrañas, sin rencores ni acusaciones reconoce a Xóchitl Galvez como la ganadora de la candidatura a la presidencia. ¡Salud por eso!
Ahí se nota la sensibilidad femenina, mujeres con un discurso nuevo y fresco, tan diferente al del macho viejo que después de cinco años sigue repitiendo: “yo no fui, fue Calderón”.
No creo en la superioridad moral de ninguno de los sexos sobre el otro. Creo en la diferencia, en la prioridad que las mujeres concedemos a la educación, a la salud, a la seguridad de nuestros hijos, y todos los ciudadanos mexicanos son nuestros hijos.
Por último, dos milagros más: la camioneta rentada que nos desaparecieron los mafiosi, aunque con huellas de maltrato, finalmente apareció. Mi maleta que no llegó conmigo porque se fue a vacacionar sabrá Dios a dónde, después de tres días, sanita y salva llegó a mi puerta esta tarde. Benditos sean los milagros.