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Los persas

JORGE VOLPI

El surgimiento y esplendor de la tragedia griega coincide justo con el de la democracia ateniense. Entre las primeras Dionisias, celebradas hacia el 534 a. C., bajo la tiranía de Pisístrato, hasta la derrota ateniense tras la Guerra del Peloponeso, en el 404 a. C., se escribieron un millar de ellas. Por desgracia, no han sobrevivido más que treinta y dos obras de solo tres autores: Esquilo, Sófocles y Eurípides. Imposible saber si fueron los únicos grandes maestros de su arte y tampoco si conservamos las mejores de sus catálogos. Pese a su fugacidad, la tragedia ática supuso un avance abismal en la manera de representar los conflictos humanos: gracias a ella, por primera vez alguien se convierte en otro en escena -un criminal, una mujer, un bárbaro, un enemigo- y al público le ocurre lo mismo.

A diferencia de tantas otras ficciones previas y posteriores, la tragedia no surge con el fin de imponer una lección unívoca a los espectadores: la educación cívica que pone en práctica consiste en mostrarles a los ciudadanos conflictos espinosos cuyo sentido tendrán que discernir por sí mismos. El teatro se convierte así en un campo de exploración donde puntos de vista encontrados, siempre lógicos y coherentes, compiten entre sí. Fuerzas opuestas -Estado y familia, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, dioses y mortales- se baten con todos los recursos de la retórica. El público escucha las razones de cada cual, se coloca de un lado y del otro, y solo al final decide (o no) dónde colocarse. Si la tragedia incomodaba a Platón como a tantos tiranos posteriores es porque muestra que la verdad es móvil e inasible y solo surge, de manera tentativa y afanosa, tras un largo combate interior.

La primera tragedia que conservamos se titula, significativamente, Los persas, y es la única que se refiere a un suceso histórico cercano a su escritura. Representada hacia el 472 a. C., cuenta la derrota de las tropas persas del rey Jerjes I a manos de los griegos. Lo más relevante es que, llevando más lejos un recurso ya presente en la Ilíada -en donde los aqueos y los troyanos son retratados con la misma fidelidad-, el punto de vista empleado por Esquilo es ni más ni menos que el de los enemigos de su patria. La obra se desarrolla en Susa y comienza con la intervención del coro, que representa a los nobles persas, y de la reina madre Atosa, que espera el regreso de su hijo de la guerra. Pronto, un mensajero da cuenta de la derrota a causa de su hibris, la cual terminará por ser reconocida por el rey una vez que vuelve a su patria. Aun vencido, Jerjes alcanza así una dignidad humana.

Estos días, mientras contemplamos la tragedia que ocurre en Israel y Palestina a la distancia, en medio del abrumador murmullo de quienes se colocan férreamente de un lado u otro, no he dejado de pensar en las antiguas enseñanzas de los griegos. No deja de resultar asombrosa su capacidad para adoptar, así fuera por unos momentos, el punto de vista de sus más encarnizados adversarios. En todos los conflictos, no es una tarea sencilla: somos seres emocionales y, frente a las atrocidades cometidas contra quienes percibimos como los nuestros, apenas cabe espacio para la razón o la templanza. Y, aun así, quizás no exista mejor ejercicio de autoconocimiento: intentar ver a nuestros odiados rivales desde dentro, no solo para aquilatar sus razones -o su falta de razón-, sino para vernos reflejados en sus propias contradicciones.

Ello no implica, en ninguna medida, buscar una posición neutral o una objetividad siempre imposible, sino atrevernos a mirar a los otros y a vernos a nosotros desde los otros. Nadie debería justificar la brutalidad de los terroristas de Hamás contra civiles israelíes, como tampoco deberíamos justificar la muerte de ningún inocente en Gaza o, para el caso, en ninguna otra parte. Contamos con pocos antídotos contra las emociones que nos dominan a la hora de apoyar a un bando u otro. Los griegos descubrieron, con la tragedia, uno de los más eficaces: imaginar al enemigo, por monstruoso que nos parezca y, en ese ejercicio, reconocer la monstruosidad cuando aparece en nuestro bando.

@jvolpi

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