Lo que el viento se llevó
Por muy larga que sea la tormenta,
el sol siempre vuelve a brillar entre las nubes.
Jalil Gibran
Las ventanas, los plafones, los tinacos y hasta la estufa salieron volando. Mi casita blanca, los cuadros, los sillones. ¿Sobre qué o sobre quién habrán aterrizado? Promesa de mejores tiempos es la botella de champaña que anidó en el cascarón del refrigerador sin puerta, y algunos libros que, aferrados a un pedazo de librero, se negaron a volar.
El Pacífico perdió la calma y en su cólera no dejó piedra sobre piedra. El club de Yates, tan arrogante, es ahora un montón de escombros. Lo que nunca se llevará ningún viento por huracanado que venga, es la mágica puesta de sol en Pie de la Cuesta. La osadía de los jóvenes, algunos casi niños, que desde el acantilado de La Quebrada se clavan al mar.
Tendría yo quince años cuando (supongo que para darme un baño de mundo) papá me llevó a conocer lo que por entonces era el Acapulco dorado. Magnífico regalo de la naturaleza para nuestro afortunado territorio. “Bellísima bahía”, la llamó Ricardo Garbay, quien era, por cierto, bastante difícil de complacer. Ningún huracán se llevará el recuerdo de la noche en que en una palapa en la playa (debe haber sido Hornitos), un conjunto de bongoseros anticipaba la aparición de la joven Tongolele, que entre hachones sostenidos por musculosos costeños a torso desnudo, aparecía ondulante como las suaves olas de la playa. ¡Qué espectáculo!
Y no, no aparece en mi recuerdo, sino en la historia, la dorada bahía que el Tarzán más famoso del cine de la época eligió para vivir y morir, el glamuroso paraíso donde John y Jackie Kennedy saborearon las mieles de su luna, el puerto favorito de Brigitte Bardot, de Frank Sinatra, de Elizabeth Taylor, de Sean Conery y tantos personajes célebres atraídos por el encanto de las tibias playas y la intensa vida nocturna, en la que por ahí de los sesenta, estrenando minifalda, me enfiesté en el novedoso Tequila a Go-Go. Un paso adelante en la vida del puerto fue la construcción del Centro Cultural y de Convenciones: oficinas, terrazas, cines, dos teatros, fiesta mexicana en la explanada. En alguno de los bares que anunciaba a las bailarinas del Lido de París, a condición de que mis hijos adolescentes no bebieran alcohol, nos permitieron entrar.
Emplumadas y con los senos al aire, las bailarinas capturaron de tal manera la atención de mis hijos, que uno de ellos en lugar de una conga, pidió al camarero una nalga.
Y no, mi memoria no lo registra porque mi presencia en este mundo no estaba todavía en los planes de Dios, pero me emociona la historia de la Nao, una compañía naviera que desde el 1565 y hasta 1815, llegaba de Oriente a descargar en el puerto sedas, porcelanas, marfiles. Y como nada es gratis, regresaba la Nao a su Oriente cargada de la plata y el oro mexicanos. Pasados los años, la generosidad del puerto despertó la codicia de los políticos, quienes ignorando el mandato constitucional de que las playas no pueden privatizarse, mataron a la gallina de los huevos de oro al venderlas a los desarrolladores. Construyendo hoteles y condominios a pie de playa, impidieron la vista de la bahía.
Saturada la ciudad, se lanzaron a la conquista de Punta Diamante, donde replicaron el error. Lujosos condominios que, de cara al mar abierto, hoy son sólo recuerdo de lo que el viento se llevó. Mientras Acapulco volaba en pedazos, la morenista gobernadora de Guerrero vacacionaba en las playas nayaritas. El presidentito se trepó en un “jipcito” y, habiendo dejado constancia de su sacrificio, regresó a sus dimes y diretes en la mañanera.
Acapulco es pasado, pero es también futuro. Reconstruiremos mejor, más limpio, más digno. De eso se trata la vida.