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Recuerdos de una vida olvidable...

Evadir lo evadible

MANUEL RIVERA

"Míralo, haces como que la Virgen te habla", era la socorrida expresión, más que justificada, a la que recurría mi mamá cuando la desobedecía o fingía que no entendía sus órdenes.

Si una fecha consideraba ella acorde por excelencia a la personalidad de su hijo, esta era la del Jueves de Corpus, Día de las Mulas, pero también Día de los Manueles.

Si bien mi progenitora tenía sobradas razones para asociarme con ese animal símbolo de la necedad, también hoy entiendo que imitarlo es un importante mecanismo de defensa para los seres humanos en sus encuentros con los rudos mensajes de la vida.

No hace muchos años vivía en el estado de Coahuila un empresario que quería comprar un puesto en la política, que en momentos de crisis, en los que afloraba su incapacidad para encontrar soluciones, solía decir a su gente cercana: "Tú confía en mí".

Esa persistente invitación a la confianza terminó con la disolución de su equipo y su salida del estado.

Tiempo después, cuando algunos de sus ex colaboradores nos reuníamos sin más razón que la de ser amigos, lo recordábamos irónicamente cuando batallábamos para pagar la cuenta de un restaurante o confesábamos que nos urgía empleo.

En situaciones como esas repetíamos su frase tan conocida como inútil: "Tú confía en mí", expresión que en ese grupo de amigos convertíamos en una declaratoria conjunta dirigida a la vida, a la que queríamos decirle que ante su llamado a la realidad responderíamos como si la Virgen nos hablara, evitando con ello angustias.

En contraste con el tono de lo anterior, traigo a colación la seriedad de las letras del genial escritor español Camilo José Cela, quien señaló que "…todos los derroteros por donde los políticos han querido conducir al hombre son artificiales, y todos los políticos se obstinaron en no permitir al hombre caminar por su natural senda de íntima libertad".

Si esas afirmaciones se dan por ciertas, y reconoce que, como también dice este genio de las letras y del pensamiento, los políticos son "meros canalizadores de la inercia histórica", el ciudadano tendría la opción de ignorar los falsos rumbos impuestos, admitiendo la incapacidad de la política para sustraerlo de su realidad.

Quien pretende asumirse ante los demás como individuo superior o guía incuestionable sólo por la gracia que da la temporalidad de una posición de poder, se expone a provocar lo mismo la risa arrancada por el payaso, que el miedo infundido por el desquiciado. Más terror debe provocar el hombre armado de soberbia, que el pertrechado con plomo.

Uno de los mayores temores podría ser el motivado por quien desea conducir el rumbo de un pueblo sin reparar en las normas del Derecho y de la Lógica, lo mismo sea gobernante con sueños de transformación, que oposicionista con anhelos de retroceso.

En torno a la evasión de lo que duele, recuerdo un episodio que viví cuando cursaba mi carrera profesional.

En ese tiempo abordé un atestado vehículo del transporte público de Nuevo León, conocido en ese entonces como "panadera", por su parecido a las unidades que distribuían el pan de una próspera empresa nacional.

Haciendo alardes de juventud, sorteé obstáculos y llegué hasta atrás del vehículo, sin embargo el flujo de usuarios que seguía entrando pronto obligó a que mi humanidad se arqueara para adquirir la forma del medallón o límite trasero del pequeño camión, al ser comprimida esta por mis semejantes con necesidades similares de traslado.

Esa situación la acepté como normal, hasta que, sin pedírselo ni desearlo, la vida me puso en mi verdadero sitio.

"¡Pásenle pa'tras, que ahí no hay nadie!", exclamó el operador de la "panadera", seguramente presintiendo que de no hacer ese oportuno llamado terminaría su vuelta llevando en sus piernas a una señora o, peor aún, a un señor.

Imagine usted cuál fue mi sentir en esos momentos de soledad universitaria, de por sí propicios para cuestionar mi papel en el mundo, cuando el peso de buena parte de los pasajeros me comprimía y doblaba contra la parte trasera del vehículo, mientras que de manera ostensible se me consideraba inexistente.

Claro, debí hacer como que la Virgen me hablaba.

Quien contra el sentido común opta por ser receptor de los mensajes incómodos de la vida, puede sufrir más dolor que el causado por desplomarse de una simple escalera, dado que estos podrían estrellar el ego que vuela entre nubes con el suelo de la realidad.

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Escrito en: editorial MANUEL RIVERA editoriales

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