El inicio
“Érase una vez…”, así empiezan algunos relatos. Lo que ahora sé es que no siempre alude al pasado, sino que puede extenderse al presente.
Por ejemplo, érase una vez que en Francia, revolución de por medio, se promulgó un documento que habría de sembrar los cimientos de la democracia moderna. Pero que también marcaría el inicio de transformaciones que hasta el sol de hoy hacen que retiemble en su centro la tierra.
Un 26 de agosto de 1789, se promulgó en Francia la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano, considerada base de lo que en 1948 sería la Declaración de los derechos humanos.
En ese documento se consagran derechos considerados “naturales e imprescriptibles” como la libertad, la propiedad o la resistencia a la opresión.
En su artículo 4, se anota que: “La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudique a los demás…”, y los límites serán determinados por la Ley.
Y “la ley” no era tomada a la ligera. En su artículo 6 se apunta que: “Todos los Ciudadanos tienen derecho a contribuir a su elaboración, personalmente o a través de sus Representantes. Debe ser la misma para todos, tanto para proteger como para sancionar. Además, puesto que todos los Ciudadanos son iguales ante la Ley, todos ellos pueden presentarse y ser elegidos para cualquier dignidad, cargo o empleo públicos, según sus capacidades y sin otra distinción que la de sus virtudes y aptitudes”.
Total, ¡una chulada! Pero resulta que los liberales y progresistas revolucionarios, sin despeinarse, excluyeron a todas las mujeres.
Eso tan bonito de la libertad y la resistencia a la opresión, bajo ningún concepto se aplicaba a las mujeres. Mucho menos eso de contribuir a la elaboración de la ley y ser elegidas para cargos públicos “según sus capacidades y sin otra distinción que la de sus virtudes y aptitudes”.
Nada. Ni una frase, ni una palabra, ni un concepto fue pensado para incluir a las mujeres. A ninguna. Todas fueron excluidas a propósito.
De acuerdo con varias historiadoras, esto marca el inicio del feminismo como movimiento social, porque era impensable que ante semejante agravio nos quedáramos de brazos cruzados.
Así que, en ese mismo instante, también inició otra transformación, más profunda, y tan imprevista como imparable.
La más firme manifestación de esa inconformidad fue publicada dos años después, el 5 de septiembre de 1791, por la escritora francesa Olympia de Gouges quien, con absoluta contundencia, tituló su documento Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana.
En general es una copia fiel del documento anterior, pero incluye a las mujeres. Y eso, hasta el sol de hoy, ha hecho que retiemble en sus centros la tierra en distintos momentos, en todo el mundo, porque seguimos reclamando derechos escritos dos siglos atrás.
Así que mi relato bien puede iniciar: Érase una vez que las mujeres nos organizamos para poner un alto a los hombres que nos excluyeron de la libertad, la igualdad y el ejercicio del poder. Y eso que fue una brecha hoy son caminos que desyerbamos, ensanchamos o pavimentamos. Lo que no hemos dejado de hacer es caminarlos.