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Reportaje

Edward Hopper en Coahuila, los viajes del pintor por el norte de México

En 2023 se cumplieron 80 años de su primer periplo a Saltillo, donde el estadounidense realizó una serie de acuarelas en las que, a pesar de ser una anomalía en su obra, confluyen características temáticas y estílicas propias de su trayectoria.

Construction in México, 1946.

Construction in México, 1946.

ALEJANDRO PÉREZ CERVANTES

Mi pesquisa sobre Edward Hopper es antigua, data de 2006. El asunto empezó así: sentado sobre mis piernas, mi hijo Rafael —entonces de un año— dio un manotazo sobre el teclado, pausando el video de YouTube que veía sobre la obra del pintor norteamericano. Acompañada con música de Glenn Miller, la imagen fija me dejó pasmado. Era una pintura que el artista había hecho sobre una escena conocida desde mi más remota infancia: el viejo Cine Palacio, sobre la calle de Victoria, en el centro de Saltillo. ¿Cómo era posible eso? El vínculo de Hopper con el lugar me atrapó. Fue entonces que me puse a investigar. Así empezó el largo viaje que culminaría en el libro Edward Hopper en el norte de México, editado por la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL).

En el momento en que por primera vez escribí el texto que pretendía abordar esta relación, nunca antes ningún autor mexicano se había ocupado, a manera de reseña o simple interés periodístico, acerca del tema, a través de un texto en español.

Fue tan pionero aquel escrito que mis editores de entonces, Alejandro Páez Varela y José Pérez Espino, para poder reproducir las obras que ilustraran el reportaje, se vieron obligados a adquirir el voluminoso libro Edward Hopper, the complete watercolors, recién editado en Estados Unidos por esos años.

Sin embargo, a partir de este y otros textos posteriores, algunos reporteros locales y páginas web enfocadas a curiosidades turísticas empezaron a reciclar esa información, deformándola y muchas veces reiterando aspectos superficiales al reseñar la estancia del matrimonio Hopper en la capital de Coahuila.

No sólo los autores primerizos fueron víctimas de estas inexactitudes. Incluso su biógrafa más reputada, la estudiosa norteamericana Gail Levin, cayó en un error. En su libro Hopper places (1983), buscó hacer una comparativa entre el pasado y el presente de los lugares donde el pintor se había inspirado. La académica visitó Saltillo y revisó el estado actual de la calle de Victoria, desde donde el artista realizó sus acuarelas entre 1943 y 1946. Levin afirma en éste y otros testimonios que la pareja se hospedó en “Casa Guarhado”.

Una serie de entrevistas, llevadas a cabo en 2020, con familiares descendientes de los dueños originales del inmueble, bastó para confirmar que el nombre correcto de la casa no es Guarhado ni Guardado, sino Casa Guajardo, la cual acogió una residencia particular, una casa de huéspedes, una florería y una peluquería entre los años sesenta y los ochenta; luego un restaurante y ahora un jardín frontal que opera como sede de un puesto de comida mexicana.

Los periódicos locales y sitios web persistieron en esa equivocación en sus reseñas. Incluso algunos textos, aún hoy, insisten en que la residencia fue derribada en 1972, lo cual es falso: construido en 1925, el edificio existe hasta nuestros días con una fachada sorprendentemente bien conservada. Fue inmortalizado en la última acuarela de Hopper realizada en 1943, bautizada como Saltillo mansion.

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Saltillo mansion, 1943. Imagen: Museo Metropolitano de Arte de Nueva York

EL ADENTRO Y EL AFUERA

Indudablemente, hay en su obra capas de emotividad, de un realismo crítico, de una denuncia no literal, de una ensoñación y un espíritu aparentemente taciturno que apela a los infinitos matices de la condición humana. Pero pretender reducir la obra de este artista al concepto de la soledad es empobrecerlo.

Quizá como en pocos autores del realismo americano —Wyeth y otros— existe en Hopper una evidente intención narrativa. La crítica en general coincide en el valor no solo eminentemente descriptivo, sino cuasi literario de su estilo. Aun en la fijeza de las escenas retratadas, se prefigura un antes y un después, un congelamiento, y es el que mira quien debe reordenar esa “historia”. Dirían los teóricos contemporáneos de la fotografía documental que no sólo hay intención narrativa, sino una “dramaturgia”: algo sucede, algo se construye y se revela.

Otro tópico señalado por la crítica es que su obra está al margen de los acontecimientos históricos que su generación vivió, como si esta disociación dotara a sus escenas de una cierta atemporalidad. Sin embargo, uno de los recursos habituales más interesantes de Hopper consiste en el problema compositivo de pintar al mismo tiempo un paisaje exterior en contrapunto con uno interior. Este motivo recurrente le ha granjeado sobrenombres como el de “pintor de la alienación”, “pintor de la soledad urbana”, entre otros. Pero es posible ir más allá en esta lectura de sus motivos: su intención y reto estético tienen otros alcances, empezando por las cualidades de la luz en los diversos espacios hasta llegar a sus planos y detalles, sus universos.

Aunque en la obra saltillense no aparece este recurso que combina interiores y exteriores, cada uno de los paisajes hechos desde la calle de Victoria aparecen como si los atisbáramos desde un postigo o un visillo, en una permanente actitud de voyeur. Estos planos contrapuestos y encimados hablan de una totalidad a través de un fragmento del paisaje. Habría que indagar si en esta dialéctica espacial de lo cerrado y lo abierto, de la oscuridad y la luz, del encierro y la libertad, el pintor representa la pugna entre la vida interior y la realidad externa.

LA LLEGADA

Llegaron por tren a la Ciudad de México en la primera semana del mes de junio de 1943 para hospedarse en el Hotel Ritz de la calle Madero. Hopper venía acompañado de su esposa, la también artista Josephine Nivison, conocida como Jo Hopper, y es gracias al meticuloso registro de sus diarios y cartas que hoy podemos asomarnos a la vida de uno de los más grandes pintores del siglo XX.

Taciturno y engentado, sin los contactos ni la facilidad para trasladarse a las afueras de la urbe, donde hubiera encontrado motivos para su pintura, —el fotógrafo Paul Strand había hecho lo propio pocos años antes, ayudado por el músico duranguense Silvestre Revueltas— y por consejo de una amiga que los encontró casualmente en la capital, decidieron ir a Saltillo, que la curadora Katharine Kuh describió así:

“Saltillo me había provocado cierta impresión a través de sus desgastados barrios y sus bares. La ciudad tenía un parecido con ciertos rumbos periféricos de Chicago y a él (a Hopper) le ofreció una especie de refugio para evadir las distracciones que solían atraer a la mayoría de los turistas que visitaban México”.

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Palms at Saltillo, 1943. Imagen: Colección privada

En ese primer viaje el matrimonio se alojó en la Casa Guajardo, en la céntrica calle de Victoria, pero comían en el cercano Hotel Arizpe Sainz, a un par de cuadras de ahí.

Aquel verano de 1943, Hopper pintó cuatro acuarelas desde el techo de la residencia donde se hospedaba y en la azotea adyacente. Ahí intentó montar un pequeño taller. Rara vez había hecho obra directamente del natural, pero en la arquitectura de Saltillo encontró aspectos que lo hechizaron, a pesar de referirse alguna vez al lugar como “prosaico”.

Las idas y venidas, lo errático de su permanencia en la ciudad, hablan también de una relación paradójica con ella. Según su biógrafa Gail Levin: “No le gustaba la gente, la arquitectura o el clima. Decía que él se sintió como un preso en Saltillo, debido a que estaba obligado a esperar la luz correcta para poder recrear el azul de los cielos que necesitaba en sus acuarelas”.

Saltillo rooftops, la segunda de aquellas piezas, después de Palms at Saltillo, se pintó ya entrado julio. Hopper encontró en la vista del pálido adobe ciertas correspondencias con el techo de su estudio en Washington Square. En agosto realizó Sierra Madre en Saltillo. Finalmente, poco antes de su regreso, terminó una de sus obras más bellas hechas en esta locación: una vista lateral de la fachada de la Casa Guajardo, a la que tituló Saltillo mansion.

Hopper realizó dos lienzos más en Monterrey antes de regresar a Nueva York por tren en septiembre. El pintor Frank Rehn incluyó las acuarelas mexicanas en una muestra durante noviembre y diciembre, que fue recibida con entusiasmo por la crítica de Nueva York.

Su primer viaje había confrontado a la pareja a un lugar para ellos inhóspito y difícil de entender. En las cartas de Jo se registran constantes quejas de la comida, el idioma, el hacinamiento, el clima, el calor, el ruido, la suciedad y esa famosa relación de amor-odio del artista con respecto a Saltillo. “México es una disciplina para el espíritu”, resumió la pintora en una misiva.

SEGUNDA VISITA

Otro hito que definiría el destino de los viajeros norteamericanos sería la ampliación, en 1936, de la carretera 57, que enlazó la fronteriza ciudad de Laredo con la capital del país. Esa sería la ruta natural para la segunda visita del matrimonio a Saltillo, en condiciones muy distintas, en su propio auto, un Buick del 39, durante el verano de 1946.

Con la idea de volver, los Hopper empezaron a estudiar español en 1945. En mayo de 1946 condujeron desde el sur de Nueva York, pasando por Nueva Orleans y Texas y cruzando el río Bravo, hacia Laredo. Esta vez se alojaron en el Hotel Arizpe Sainz, que habían visitado sólo como restaurante en 1943. Ahí aseguraron una habitación con un acceso hacia la azotea, ideal para su propósito. El estadounidense pintaba después de las cinco de la tarde, cuando la luz aún era buena y el calor del día había cesado.

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Saltillo rooftops, 1943. Imagen: Colección privada

“A pesar del caluroso verano saltillense, Hopper empezó una pequeña acuarela con los tejados de la calle como tema (Rooftops), intentando trabajar siempre por las tardes, después de las cinco, cuando la luz desfalleciente del sol empezaba a ser oblicua, desplazándose sobre los edificios. Ahí, en esa segunda visita, realizó tres acuarelas más: Church of San Esteban, una antigua iglesia misionera originaria de 1592 y una vista del cine El Palacio, además de Construction in México”, escribe Levin en su libro Hopper places.

“Las construcciones del noreste de México están impregnadas de esta luz (oblicua), ya que las paredes de adobe del viejo Saltillo la reflejaban de una manera muy particular en patrones de color y penumbra”, añade.

En una carta fechada el 7 de junio de aquel año, resguardada actualmente en el Instituto Smithsoniano, Jo notifica a su amiga Catherine Campbell: “… llegamos aquí porque no tenemos gas para irnos... han sido tres semanas en el Arizpe haciendo tres acuarelas. Estoy contenta del cambio…”.

Aun con los contratiempos, disgustos y contradicciones que los Hopper encontrarían a su paso por Saltillo, situaciones que los obligarían a escapar de manera abrupta, el matrimonio regresó nuevamente en el verano de 1951. Volvieron a hospedarse en el Hotel Arizpe; sin embargo, los problemas de salud del artista derivados de su intolerancia para adaptarse a la altitud de la ciudad y a su comida, además de la intensa ola de calor de aquel año y las recurrentes lluvias, les impidieron permanecer algunas semanas más trabajando. Al final de aquel malhadado viaje, reconstruye Levin, el pintor se declaró “harto de México”. Pero había algo que los llamaba: volvieron a finales de 1952, pero en esta ocasión variaron su ruta para conocer Durango, Oaxaca y Guanajuato.

GRAN TÉCNICA

Una duda frecuente ante esta etapa es por qué Hopper eligió la técnica de la acuarela, en lugar del recurrente óleo con el que trabajaba en aquella época. No se puede pasar por alto que apenas un año antes de su primera visita, en 1942, había terminado su emblemática pieza Nighthawks, realizada al óleo sobre un lienzo de 84 por 152 centímetros. Quizá una de las posibles respuestas sea que encontró en México una buena fuente de inspiración para hacer acuarelas, pero lo cierto es que las condiciones de sus visitas no fueron las mejores para producir al óleo.

En otra carta de Jo a su amigo Rehn, fechada el 19 de agosto de 1943, explica: “Traer cualquier tipo de lienzo o pintura al óleo hubiera sido una calamidad”. Las acuarelas mexicanas de Hopper fueron pintadas al aire libre, directo del natural, a diferencia de sus cuadros al óleo, que siempre empezaban con bocetos y en su versión final resultaban en una compleja edición y composición destilada de múltiples imágenes.

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Church of San Esteban, 1946. Church of San Esteban, Edward Hopper. Saltillo, 1946. Imagen: Museo Metropolitano de Arte de Nueva York

Las construcciones en México le ofrecieron al artista un sujeto que le permitió seguir explorando sus propias temáticas y aspectos formales. En 1980, el crítico Lloyd Goodrich, en una charla organizada por el Museo Whitney a propósito de su obra, titulada Edward Hopper: el arte y el artista, intentó explicarlo así: “Para él, el realismo nunca significó simplemente la representación de las apariencias, sino la transformación de las formas del mundo real en formas del arte. Él pintaba desde la observación directa para crear un fenómeno visual”. El crítico recalcó la importancia del maestro de Hopper, Robert Henri, quien exigía a sus estudiantes pintar la ciudad como ellos la veían, ya que antes de Henri las escenas citadinas eran relativamente raras en el arte americano y consideradas por lo general como poco interesantes debido a la “fealdad” del sujeto en cuestión.

Goodrich también notó la importancia de la luz para Hopper: “Juega un rol esencial para crear claros cortes y patrones de luz y sombra: la luz actúa como un elemento integral de diseño”. En su charla, el crítico recordó un remoto encuentro con el joven pintor, en el que éste le había confesado: “Yo no quiero pintar gente gesticulando. Lo que yo busco pintar es la luz en el costado de una casa”. En aquel entonces, le compartió también su maravilla ante el hecho de que los tempranos rayos del día o del atardecer “modelaba redondeadamente las formas”.

ÚLTIMA OBRA EN MÉXICO

Los Hopper volvieron por última vez a Saltillo en 1951. Esta vez venían preparados para realizar otra vista de la Iglesia de San Esteban desde la azotea del Arizpe Sainz, sin embargo, el mal tiempo lo impidió. Una inusual racha de lluvias no les permitió siquiera comenzar la pieza. A finales del siguiente año volverían a México para pasar en Durango las fiestas navideñas y enfilar su destino rumbo a Oaxaca, pasando por Guanajuato, donde realizarían sus últimas acuarelas de la etapa mexicana: Mountains at Guanajuato (Yale University Art Gallery) y Cliffs near Mitla (Colección privada).

A pesar de las frustraciones, inconformidades, discusiones y malestares derivados de diversos padecimientos de salud, volvieron en 1955 a Monterrey, con el propósito de retomar el motivo de la Sierra Madre, pero, por más que lo intentaron, el pintor no logró sobreponerse a sus achaques y al poco tiempo regresó a Nueva York, de donde no volvieron a salir hasta la muerte de Edward Hopper el 15 de mayo de 1967, y la de Jo, acaecida ocho meses después.

Uno de los hallazgos indiscutibles en esta investigación fue conocer el rol fundamental de Josephine Nivison en la construcción del artista y en la consolidación de su mito.

Porque, sin subestimar la total entrega de Hopper a su arte desde la primera infancia, —descendiente de holandeses, galeses y franceses, resaltan los testimonios familiares que lo sitúan dibujando obsesivamente los detalles de la casa, hasta los listones de luz debajo de las puertas— la superación de la idea paterna de buscarse una profesión económicamente más estable, los viajes de su primera juventud por Europa, su fascinación por Degas, su primera época como estudiante y dibujante publicitario taciturno, silencioso, asocial, es evidente que su éxito empieza a consolidarse de una manera tardía, después de los 40 años, a partir de que decide unir su vida a la de Jo.

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Cliffs Near Mitla, 1952. Imagen: Galería Debra

Cuasi incapacitado para lo práctico, sin la recurrente intervención de ella, sin su expansiva alegría y diplomacia, habría sucumbido a la incomunicación y al caos. Como las incontables veces que ella —no olvidemos sus aspiraciones truncas de actriz— tuvo que recurrir prácticamente a la mímica para hacerse entender en México. Contrario al carácter circunspecto, irritable e intolerante de su marido, el don de gentes de Jo sabía encontrar siempre una solución a los inconvenientes, o belleza y dignidad donde otros sólo veían suciedad, pobreza y atraso.

Luego de donar casi toda la obra de Hopper a diversos museos que la preservarían, Josephine Nivison falleció apenas unos meses después que su marido, para ser enterrada junto a él en una modesta sepultura en el pequeño pueblo de Nyack, al norte de Manhattan. Su aportación al arte del siglo XX es irremplazable.

ATRAVESAR LA MARAÑA TEÓRICA

A pesar de ser un artista sobre estudiado, los textos referidos al trabajo y persona de Edward Hopper aparecen abocados al cliché y reiterativos en sus sesgos, huecos y visiones. Así, una de las tareas de este abordaje fue rastrear el testimonio y el estudio de la época en la que su obra ocurrió, para proponer otras lecturas sobre ella y encontrar cómo estos huecos teóricos o interpretativos son justamente algunos de los puntos que pueden revelarse como claves para entender y apreciar de una forma más amplia y precisa la decena de acuarelas que realizó en nuestro país.

Después de una ardua revisión del corpus bibliográfico en torno a la vida y obra de Edward Hopper, se puede concluir que los enfoques más comunes son visiones panorámicas donde se entrecruza la biografía con genealogías estilísticas, o la simple clasificación de su obra en función de los temas recurrentes en ella: sus perspectivas acerca de la ciudad, sus visiones acerca de los paisajes naturales de Norteamérica, los elementos urbanísticos formales como ventanas, puertas y corrientes arquitectónicas, o los elementos humanos incorporados en el paisaje (mujeres, parejas, escenas citadinas). Muchos de estos acercamientos derivan hacia una interpretación de carácter estilístico o sociológico acerca de los sucesos dentro de sus escenas pictóricas.

De la misma forma, existen numerosos estudios con propósitos filosóficos que exploran los diversos aspectos de la vida moderna en las grandes urbes, los viajes, la soledad citadina o las interacciones voyeuristas que, al repetirse, han ido construyendo un corpus de tópicos que son ya referentes ineludibles en la obra de Hopper.

Esta investigación buscó revelar las rutas no sólo formales, sino estilísticas y simbólicas, con las que el artista norteamericano construyó su obra mexicana, es decir, qué aspectos lo empujaron a preferir y privilegiar ciertos elementos temáticos y compositivos entonces presentes en la ciudad de Saltillo. También interrogar cuáles fueron las razones detrás de las decisiones creativas que lo ayudaron a conformar ese estilo enigmático y sugestivo que separa las intenciones de sus piezas hechas en México del resto de su trabajo, pero que también se inscriben en las preocupaciones generales y rasgos estilísticos que podemos apreciar a lo largo de toda su trayectoria.

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El palacio, 1946. Imagen: Whitney Museum of American Art

Si algo reveló este proceso, es que detrás de sus decisiones artísticas confluyen los aspectos de su personalidad con los históricos, el azar y los encuentros fortuitos, las decisiones derivadas del ánimo marital, la climatología y la idiosincrasia, el momento político del mundo, los criterios económicos y alimenticios, los vaivenes de la salud mental y la física, las rutas trazadas previamente por el turismo extranjero, las coincidencias arquitectónicas y hasta aspectos cuasi intangibles, como la calidad y la particularidad de la luz de la tarde sobre el adobe en los pueblos del semidesierto mexicano.

EL PRINCIPIO DEL MITO

La ahora tan popular idea de la transdisciplina, que propone una visión desde diversos abordajes para construir el conocimiento humano, plantea que una especialización de carácter aislado —en este caso la pintura— sería insuficiente para responder a las preguntas que fundan el arte hopperiano. El pintor recurrió a un conocimiento profundo de ramas como la arquitectura, la historia, los mitos fundacionales de su nación, la tradición pictórica que lo antecedió, los recuerdos de la infancia, el psicoanálisis y la indagación de los sueños, los imaginarios sociales derivados de las industrias culturales como el cine, los tópicos del cine negro, además de una poderosa crítica social y política que no por aguda se manifiesta literal o evidente.

Así, la poética de este artista, con su solidez y su anclaje en lo concreto, nos empuja irremediablemente a detenernos para su observación. Sus planos, texturas y gradaciones de luz son arpones que atrapan la mirada: imponen su código particular porque, al margen de corrientes y vanguardias, Hopper es un lenguaje en sí mismo. De ahí deriva una de sus cualidades más evidentes: su irradiación. Aun sin proponérselo, pocas obras han ejercido su influencia en tantos y diversos campos, temporalidades, disciplinas, autorías o discursos. Su código y sus búsquedas formales han dejado su impronta en pintores posteriores como Andrew Wyeth, René Magritte, David Hockney, Lucian Freud, Francis Bacon, Rafael Cauduro y Claudio Bravo, por mencionar algunos, así como en fotógrafos como Gregory Crewdson, David LaChapelle, Annie Leibovitz, Cindy Sherman o Gerard Montiel Klint. En el cine su resonancia es abundante: desde Hitchcock —la famosa casa a un lado de las vías del tren de Nyack, poblado natal de Hopper, inspiraría al director inglés para crear el tétrico Motel Bates— hasta David Lynch, Wim Wenders, Anthony Mann, Nicolas Winding-Refn o Wong Kar Wai. El eco de sus creaciones sigue hablando.

La singularidad de la obra y la personalidad de Hopper en el arte del siglo XX son contundentes: sus preocupaciones, temas, tratamientos y recursos son más que extraordinarios. Con conceptos provenientes de la literatura, se podría ponderar la poderosa narratividad subyacente en cada una de sus obras; su magistral uso de la sintaxis pictórica, siendo dueño absoluto de sus recursos técnicos; así como los múltiples niveles a los que puede acceder el espectador en la lectura de sus piezas: a través de una representación aparentemente realista nos conduce a enigmas que apenas se anuncian y que se abren sólo ante una observación atenta.

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