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'Ya no alcanzan los abrazos'

JOSÉ EDGAR SALINAS URIBE

Hay una vinculación, podría decirse umbilical, de los jesuitas con La Laguna, pues han estado presentes desde las primeras poblaciones sedentarias en la región. En la Comarca hay familiaridad con el proceder jesuítico, sus obras y propósito. Son muchas las personas que guardan amistad con miembros de la Orden y no son pocos los oriundos que se han integrado a la Compañía de Jesús. Por eso lo sucedido con los padres Javier Campos y Joaquín Mora al pretender evitar la agresión contra Pedro Palma ha generado un dolor especial en familias cercanas a los jesuitas en La Laguna. Varias generaciones de estudiantes de la Pereyra y la Ibero tuvieron la oportunidad de estar en la Tarahumara como parte de su formación.

"¡Cuántos asesinatos en México!", exclamó el Papa Francisco al externar su pena por estos. Y es que suman tantos que, más allá de la estadística, la tragedia pone en evidencia la fragilidad del Estado mexicano frente a un poder armado en el contexto de "mercantilización de lo político que atrae cada vez más a las economías ilegales", como señaló en su homilía Luis Gerardo Moro, Superior Provincial de los jesuitas en México. En ese tema nos encontramos ante un escenario parecido más al tobogán que a la salida del túnel.

Un sector de la sociedad hizo caso omiso de aquella frase del Papa Francisco, pero convenientemente prefirió subrayar otra también mencionada por el jesuita argentino: "La violencia no resuelve los problemas, sino que solo aumenta los sufrimientos innecesarios." Como si esto fuera un reconocimiento a la validez de una estrategia a la que el P. Javier Ávila desnudó, durante la misa celebrada en Chihuahua, con el testimonio de los cuerpos inertes de sus hermanos y ante quienes mencionó: "los abrazos ya no nos alcanzan para cubrir los balazos…No vamos bien…", puntualizó.

Conviene señalar que el pensamiento filosófico y eclesial en torno a la distinción entre violencia y violencia legítima tiene siglos de construcción. Sin embargo, es importante volver sobre las diferencias que hay en las denominadas violencias porque, aunque la palabra es la misma, su origen y consecuencias no lo son. Dilucidar y construir sobre esto es crucial para el momento que atraviesa el país de cara a un proceso de reconciliación duradera como han pedido obispos y jesuitas.

Una diferenciación de partida es la que hay entre agresividad y violencia. Todo animal busca sobrevivir por instinto y en muchas ocasiones ataca para comer, huir o defenderse. Pero el animal de realidades que es el ser humano no solo posee ese elemento instintivo de agresividad, sino que le da forma, utiliza herramientas para hacerlo más efectivo y hasta se organiza con otros de la especie par convertirlo en un tipo de poder. Desde esa perspectiva, la agresividad del ser humano se convierte en violencia, una forma de actuar estrictamente humana y extrema contra otros de la especie. En este sentido, la violencia es histórica, es decir, se manifiesta en un contexto según las posibilidades de dominio que le ofrece el momento.

El filósofo Ignacio Ellacuría, otro jesuita asesinado, planteó una diferenciación de las violencias que es útil para el tema que nos debería ocupar en un diálogo nacional de reconciliación. Según Ellacuría habría violencias originarias y violencias resultantes. Las primeras son aquellas que propician el encadenamiento de actos deliberados contra otras personas o grupos. En ese grupo estaría una violencia estructural a la que llamará injusticia social y otras dos, una represiva -del Estado- y otra sediciosa o terrorista. En el grupo de violencias resultantes que obedecen a la desesperación o la dificultad permanente de lograr la concordia y el respeto se encontrarían la violencia espontánea (como la de una comunidad contra sus agresores), y la violencia legítima, que sería el uso de la fuerza contra una agresión injusta.

Por otra parte, la no violencia no significaría, en este pensamiento, la no acción, sino la renuncia al uso de la fuerza como medio. ¿Hasta cuándo? Hasta que la injusta agresión sea intolerable o haya carcomido los cimientos de la convivencia y libertad de las personas y comunidades, colocando así al Estado en entredicho. En el entendido de que la violencia no es un fin, la violencia legítima emerge como responsabilidad por parte de quien en las constituciones modernas monopoliza su uso. Renunciar a ello es difícil de comprender y más cuando, como dijo el padre Ávila, ya no alcanzan los abrazos.

@EdgarSalinasU

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