Es probable que la frase más tonta que se haya fraguado a lo largo de la historia sea "cambiemos el mundo". A menudo suelo preguntarme hasta qué punto las personas de mayor edad que han confiado en sus ideas del bien, en sus opiniones sociales e incluso han actuado directamente en la política durante su pasado, se consideran responsables o cómplices del estado actual de las cosas. ¿Llegan acaso a percatarse -me incluyo- de que gracias a su optimismo la posibilidad de una sociedad hospitalaria, justa, segura, progresista, equilibrada no es posible de llevar a cabo? Los gobiernos extremistas de izquierda o derecha -para mantener la nomenclatura- que desde Brasil hasta Italia han impulsado las democracias vacuas, inútiles, meramente formales (no conceptuales), son una muestra clara de la ausencia de una concepción más profunda, histórica, ideológica o ética de quienes hasta hace poco se llamaban ciudadanos y que hoy en día son consumidores, deudores y, sobre todo, servidores dóciles de poderes que ni siquiera son capaces de reconocer.
Los viejos podrían preguntarse por qué no dedicaron sus días a cultivar, en la medida de sus escasas posibilidades, las virtudes de su propia vida en vez de mantener una constante queja de las manías o vicios de un entorno depresivo. Todos los cambios sociales ocurridos en el tiempo que he vivido han sido en general superficiales, demagogos y exhibicionistas, pero no eficaces ni inteligentes en su afán de construir estrategias para un progreso sólido y constante. Ese fracaso es nuestro presente. Y, además, estos viejos, extienden la mano para recibir dádivas -no protección económica- cuando la contrición podría ser un acto incluso heroico. Mas la anterior es una visión demasiado moralina y quejumbrosa, puesto que más allá de mi edad me considero un viejo engañado por mí mismo. Observo las botellas carentes de líquido acumuladas en mi inmutable cantina y suspiro profundamente, como si de pronto descubriera que a mi lado pasea Ingrid Bergman abriéndose paso entre las mesas colmadas de comensales boquiabiertos en el café de Rick. Observo en el cristal de mi cantina de madera y vidrio mi rostro que se trastorna a cada segundo o a cada instante, renuente y aletargado. Estoy cierto de que, en vez de realizar actos de contrición, los viejos no deben quejarse respecto a nada de lo que les haya sucedido en su pasado. Los viejos que se quejan acerca de las vicisitudes de su pasado deberían, como castigo, ser aún más viejos, y así hasta que nos marchemos a la tumba carcomidos por el acoso de los recuerdos.
Creo que a mi edad debo dejar de reflexionar en estos asuntos; ya no me interesa profundizar en algo más allá del ombligo de una bella mujer cuya piel desprenda aromas de odre y vino dulce. Estoy alardeando ya que como me he repetido hasta el cansancio: "cada vez que te encuentres frente a una mujer hermosa baja la cabeza y sigue tu camino". Nada qué hacer al respecto. A mi edad nadie debe temer nada de mis opiniones extravagantes y generales (pronunciar el nombre de un político o celebridad actual me causa arcadas) ¿Quién teme ser atropellado por una silla de ruedas? Las sillas de ruedas representan la necedad de continuar manteniendo el movimiento en vez de ser un aliciente para quedarse quieto en esa silla hasta convertirse en un esqueleto. Es obvio que las sillas de ruedas no deberían tener ruedas, sino raíces de plomo.