No era sencillo sobrevivir en el siglo XVI. Ginebra abrazaba con fundamentalismo los principios de Calvino. Estaban basados en la autoridad de Dios sobre todas las cosas. La policía religiosa custodiaba rigurosamente la vida cotidiana de los ginebrinos. Se la podía ver en los parques donde era frecuente que las familias realizaran sus picnics. Allí se controlaba la comida, y los custodios del orden podían probarla bajo amenaza de poner en prisión a toda persona que osara transgredir las severas normas. Estaba estrictamente prohibido disfrutar del placer.
Pero no sólo era pecaminoso degustar una comida, sino tener cortinas en las ventanas, ya que, para los fanáticos, no había nada que ocultar a los ojos de Dios. También estaba regulado el baile, la música, el teatro, sujetos a fuertes impuestos. No se podía regatear ni alabar las bondades de un producto, ya que era considerado una forma de mentira.
Pese a que transcurrieron varios siglos, todavía persisten los efectos devastadores del placer con culpa. Desde el miedo al éxito hasta la severidad con que se castiga la ostentación de la alegría, el disfrute, la celebración pública de los pequeños gestos de cualquier persona.
¿Qué nos ha pasado y qué nos sucede todavía?
Algunos países y culturas aún sufren el efecto devastador de los severos controles. Lo hacen a través del miedo y los castigos ejemplificadores. El miedo al miedo cumple su propósito.
Lo ha experimentado la humanidad entera durante dos largos años en los que se detuvo la rueda de la vida y las personas vivieron con prisión domiciliaria forzada.
Se han ideado todo tipo de normas restrictivas que se asumen en nombre de la organización, la civilización, el patrimonio, etc. Piensen en algo tan simple como viajar, es necesario completar formularios, declaraciones juradas, datos de salud, etc. Casi demostrar una inocencia premeditada simplemente para desalentar el espíritu de aventura que anida en todas las personas.
Aprender a degustar todo cuanto nos rodea es una tarea ciclópea, personal, intransferible. Los ecos de las voces de los antiguos talibanes de la edad media, todavía nos susurran al oído. Son sólo fantasmas. El miedo se quiebra ante la abrupta carcajada insolente de nuestra risa. El placer es un derecho. Celebremos.
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