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El veterinario de la familia

M.V.Z FRANCISCO NÚÑEZ GONZÁLEZ

Todo empezó hace treinta y nueve años, extrañamente coincidieron las fechas cuando lleve a mi recién esposada a disfrutar nuestro viaje de bodas a un congreso nacional veterinario a la ciudad de Puebla.

Recuerdo que en el baile de gala de apertura del congreso al dar la bienvenida los organizadores del evento, felicitaron en especial a un veterinario ejemplo de dedicación, que había preferido los néctares del saber a las mieles del placer de los recién casados, sentí compasión por la persona de quién hacían mención.

Jamás imaginé que se referían a un servidor cuando me aplaudían al nombrarme. En realidad veníamos de Acapulco de haber disfrutado de unas "merecidas vacaciones" y aproveché el regreso para asistir al congreso de Puebla. Los cambios de temperatura le habían provocado algunos problemas respiratorios a mi esposa, y estaba tomando medicamento para el resfriado, recuerdo que me encontraba semidormido y me decía, "Tengo comezón en las manos", le contestaba entre sueños, "vas a recibir dinero", me insistía. "Siento los párpados hinchados", le decía "es por el sueño", y cuando me dijo. "¡No puedo respirar!", se me fue el sueño y me levanté de un salto de la cama, pensé sin decirle nada. ¡Shock anafiláctico!.

Le había provocado una reacción alérgica el medicamento para el resfriado y necesitaba de urgencia un antihistamínico, así que hablé a la recepción del hotel y pregunté por una farmacia, pasaba de la media noche, afortunadamente había una cerca del hotel y me hicieron el favor de traerme el medicamento que les indiqué, a los diez minutos le aplicaba a mi esposa la primera inyección recetada por un veterinario.

Desde esa fecha me atreví a usurpar las funciones de la medicina humana con todo el respeto que me merece esa profesión, aclarando que lo hice solo en emergencias, con mi familia y claro está, sin cobrar un solo centavo, y solo en pequeños problemas de salud.

Luego continuaron mis hijos con quien seguí "practicando", la mayor de mis hijas Carolina la llevábamos al pediatra cada mes desde recién nacida por cualquier anomalía que encontrábamos en su salud, hasta que llegó la segunda hija, Alejandra, ella ya no fue tan afortunada, se hicieron más esporádicas las visitas al doctor, le administraba medicamentos en las enfermedades comunes, después vino Paco, solamente veía al médico cuando necesitaba de alguna sutura en la cabeza, era extremadamente inquieto, a sus cuatro años ya era un paciente muy popular en las emergencias del hospital, por último vino Sofía, la más pequeña, casi no conoció los pediatras, era ya tal mi experiencia que con ella me atreví a extraerle un vidrio de la planta del pie aplicando anestesia local y suturar la herida.

Nos encontrábamos de vacaciones en Mazatlán, mis hijos aun estaban pequeños y Paco presentó en la madrugada un dolor intenso abdominal, afortunadamente siempre llevo un botiquín y le inyecté analgésicos y antiespasmódicos, pasaron unos minutos y no mostró mejoría, lo llevé al hospital temiendo una apendicitis, al descartar los médicos lo que yo temía, le iban a inyectar y les recordé que ya lo había aplicado y se contuvieron, pues era lo mismo que había administrado, después de unos minutos desapareció la molestia, resultó un simple dolor estomacal.

También en Mazatlán después de comer un suculento pescado frito, Sofía se quejaba de que tenía algo atorado en la garganta, le dije que una espina era algo muy delicado e inaguantable, se quedó callada pero no dejaba de llevarse las manos al cuello y en el camino continuó quejándose y le decía que era solo una sensación, al llegar al hotel seguía insistiendo en su molestia, hasta que la revisé cuidadosamente con una lámpara y efectivamente tenía una espina de pescado atravesando la campanilla, afortunadamente llevaba unas pinzas hemostáticas y extraje inmediatamente la espina.

Con mis hijos me convertí un experto en inyectar, estando pequeñines y durante el invierno al no querer exponerlos al frío intenso al sacarlos de casa sobre todo en la noche, me decidí inyectarlos, una hermana médico cirujano me dio una amplia explicación de cómo hacerlo, pero notaba que el pánico de ellos era ver la jeringa, era tal el llanto de mis hijos que me ponía nervioso, así que se me ocurrió la técnica que utilizaba al inyectar equinos que son más sensibles que nosotros en lo que respecta a la piel, antes de inyectar un caballo le daba ligeras palmadas en la tabla del cuello, después pellizcaba esa zona para insensibilizarla momentáneamente, aplicaba alcohol y luego sin que me observara introducía la enorme aguja con un movimiento firme y rápido que no se enteraba el animal de quinientos kilogramos que lo había "picado".

Lo mismo hice con mis hijos, y en la mayoría de las ocasiones ya había aplicado la inyección cuando todavía ellos esperaban el pinchazo de la aguja, les decía, "¡ya te inyecté hijo!" y sonreían en vez de llorar. Así que me gané la fama de tener "buena mano", y cuando alguien de la familia requería de una inyección, preferían que yo lo hiciera en lugar de mi hermana o mi padre que eran médicos, se quejaban de que tenían la mano muy pesada y el dolor de sus inyecciones les permanecía durante días, y así fue que me convertí en el "veterinario" de la familia.

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