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Mis vivencias en El Siglo de Torreón (Un homenaje centenario)

HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

¡Don Antonio! El líder de la CTM nos mentó  la madre en el aeropuerto, le dije  a mi jefe entre temblores y lloriqueos. -A usted, a mí y a todos los que trabajamos en El Siglo de Torreón. Nos las "refrescó" repetidamente. Yo esperaba que tomara adarga y lanza y se arrojara contra el facedor del entuerto al estilo de Don Quijote de la Mancha, pero no fue así sino todo lo contrario. -Cálmate y cuéntame, dijo apurando su habano cubano a través de las luces  de la  lámpara que apenas iluminaban la mitad de su rostro, escritorio de por medio.

Intenté tranquilizarme, le relaté lo sucedido y desgrané los recordatorios maternos proferidos por el dirigente obrero y a la vez presidente municipal de Gómez Palacio, quien nunca pudo controlar el rencor que le provocaba la severa censura con la cual mi jefe lo vapuleaba semana a semana por su mal gobierno. En sus columnas Al Margen, Verdades y Rumores, y Agente 007 no lo dejaba dormir en paz.

Yo seguía esperando reacciones de enojo y malestar por parte del director, pero enseguida me desarmó: -Vamos a ver, preguntó entre serio y festivo:  -¿Cuántos somos en el periódico? -Cuarenta los sindicalizados y treinta los de confianza, contesté con desconcierto.  -Reparte las mentadas de madre entre todos ellos, comenzando contigo.  ¿Cuántas te tocan?  

Entonces comprendí: -¡Ninguna!, respondí aflojando el cuerpo. -Ponte a trabajar pues. Se hace tarde -apercibió-  y calmosamente volvió a sus papeles.

-ooOOOOoo-  

Aquel día una sonrisa iluminaba el  rostro de don Antonio desde que llegó a su oficina poco después de las nueve de la mañana hasta su salida a casa a las ocho de la noche.

No era para menos, su periódico El Siglo de Torreón publicó en forma exclusiva la información  sobre la muerte del político demócrata estadunidense Robert Francis Kennedy acaecida el 6 de junio de 1968 en el hospital "El Buen Samaritano" de Los Ángeles, California, minutos después de haber sido herido a tiros en la cabeza en uno de los pasillos del hotel "Ambassador" de aquella misma ciudad.

A su entrada a la sala de redacción, el jefe repartió saludos y felicitaciones: intercambió comentarios con el titular de la redacción y regresó contento a su despacho. Ese mismo día ordenó la elaboración de ceniceros de cristal conmemorativos con el facsímil de la primera página en el anverso.    

Dos días después, pasada la euforia de aquel feliz momento, las cosas cambiaron diametralmente:  Se sentó muy serio ante el jefe de redacción, tamborileó con los dedos de la mano derecha el escritorio, dio dos y tres fumadas al puro,  movió varias veces la cabeza en señal de descontento y de pronto explotó:  ¡Señores reporteros se nos escaparon notas locales, nacionales e internacionales!. ¿A qué se dedican? Y usted (dirigiéndose al responsable de la sala) ¡No se duerma! ¡Exíjales que cumplan con sus tareas! Yo no puedo estar aquí todo el tiempo vigilándolos…  Ya no hubo sonrisas. Todo volvió  a la normalidad.

 -ooOOOOoo-  

Aquel lejano año la sequía llevaba ya más de trece meses castigando a la comarca lagunera. Los cultivos se perdían y el intenso calor agobiaba a los habitantes del sector urbano que si se movían se caían a causa de la deshidratación provocada por la resolana. Los recién nacidos por lo mismo tampoco gateaban. Un sol inclemente con sus reverberos en el pavimento desdibujaba el horizonte y la gente que se exponía a sus rigores sudaba copiosamente y sufría quemaduras en la piel. El obispo de Torreón no se cruzó de brazos ni tampoco salió a la calle. Desde el púlpito y a través de los periódicos, la televisión y la radio convocó a una misa de rogativas en el lecho del río Nazas ¡a las seis de la mañana! y  una peregrinación por las tres ciudades. 

Don Antonio respondió de inmediato al llamado de colaboración. Ordenó a su fotógrafo consentido Ramón Sotomayor Woessner -el compañero siempre presumió ante los amigotes su presunta ascendencia germana- que imprimiera gráficas de los eventos y se llevara a dos  reporteros como voluntarios forzados. -Higinio y Rodrigo están disponibles don Antonio, dijo insidiosamente. -Que vayan pues, contestó el director y selló nuestro rumbo en aquella jornada religiosa.    Ramón fue el primero en aclarar las cosas la noche anterior: -si nos vamos a casa a dormir, yo no voy a despertar ni a las cinco, ni a las seis, ni a las siete de la mañana. Tampoco a las ocho y las nueve. ¿Y ustedes podrán hacerlo?, si despiertan antes me llaman, no sean gachos.

-Estamos en iguales circunstancias. Generalmente abrimos los ojos al nuevo día a las ocho y media de la mañana y las madrugadas sólo las conocemos al salir de la cantina. -¡Esa es la solución! saltó un alegre Sotomayor. -Buscaremos un bar cercano y ahí esperaremos a que den las seis de la mañana.  A medianoche y con previa cita, nos anclamos en "La Capital", una cantina de la extinta zona de tolerancia que nos permitía observar dando unos pasos a la calle el árido cauce del Nazas, particularmente el lugar donde ya se levantaba el altar para celebrar el oficio religioso.

Continuará...

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