Los muchachos en edad de saber la llamaban burlonamente "La emperatriz del catre".
Yo, que era niño, no sabía por qué. Ahora sé que se dedicaba a la prostitución. Vivía cerca de mi casa, en el antiguo barrio de Santiago. La visitaban en la suya señores de diversa condición. Algunos, muy pocos, llegaban en su automóvil; otros en coches que ahora se llaman taxis y que entonces se llamaban carros de sitio; los más a pie, pues en aquel tiempo todo en mi ciudad estaba cerca.
La señora -a mí me parecía señora, aunque no lo fuera para los demás- tenía en su ventana un caracol marino. Cuando recibía a un cliente metía el caracol. Así se sabía que la plaza estaba ocupada y que había que regresar más tarde.
Nadie protestó nunca por la presencia de la mujer. Se practicaba la sana virtud de la tolerancia. Las señoras la saludaban -"Buenos días"-, pero hasta ahí. Los señores se llevaban la mano al sombrero al pasar junto a ella. Un día yo le dije: "Adiós, señora". Ella esbozó una sonrisa triste e hizo como que me iba a acariciar la cabeza pero no me la acarició.
¡Hasta mañana!...