Mi mamá decía que yo escuchaba sólo lo que quería, especialmente cuando en algunas circunstancias acordes a mi conveniencia sus palabras parecían no ingresar a mis oídos.
"Sordo, pero no para lo que te conviene", sentenciaba.
Años después, superada mi época de desobediencia infantil e inmerso ya en la de mi inconsciencia adulta, acompañé durante 20 años a los bomberos de la ciudad que habitaba, donde un día me encontré con una situación que me permitió añadir una categoría de sordera adicional a la originada en la conveniencia. Esa nueva clasificación se caracterizó por entender sólo lo que se cree o quiere escuchar, no lo que realmente hacen o dicen los otros.
En el transcurso de algunos trayectos en los que la máquina de bomberos rasgaba el silencio y la obscuridad mientras la mayoría de los ciudadanos dormía, me daba a la tarea de escuchar con atención la sirena para tratar de encontrar "palabras" en las variaciones de sus tonos. "Mue-re güe-ro, mue-re güe-ro, mue-re güe-ro, mue-re güe-ro", fue una de las expresiones que descifré, al tiempo de que se pintaba intermitentemente de rojo mi cara.
Pero llegó un día en el cual las palabras que acompañaron el paseo de mi miedo provinieron de cuerdas vocales humanas.
Eran cerca de las cuatro de la mañana y circulábamos raudos sobre una de las principales avenidas, en respuesta al reporte del incendio de una casa.
Viajaba en el estribo trasero de la unidad cuando observé cómo de pronto un vehículo compacto ocupado por varias damas, aparentemente aún con ánimo de fiesta, se colocó a nuestro lado. Una joven que viajaba en el asiento trasero del lado más cercano a mí, sacó medio cuerpo y gritó, a todo pulmón, algo que creí entender bien en su momento: "¡Malditos bomberos! ¡Malditos bomberos!".
Entretanto el maquinista seguía imprimiendo velocidad al camión apagafuegos, impávido me pregunté cuál sería el origen del concepto que de nosotros tenía la joven que sobresalía del automóvil. Esa vivencia debió ser fuerte, pensé, toda vez que el muy próximo vehículo continuaba siendo plataforma de la joven que eufórica no dejaba de exclamar: "¡Malditos bomberos! ¡Malditos bomberos!".
No hay blasfemias que duren mil años ni bombero que las aguante. Así, tras acompañarnos durante algunos minutos, por fin el coche de las damas de fiesta se desvió, instante justo en el que entendí que no había entendido.
¿Qué sucedió? Ni hablar: debo compartirlo.
En el momento preciso en el cual el automóvil que nos acompañaba dio vuelta, con todo y el medio cuerpo de la mujer que se asomaba por la ventanilla sin dejar de gritar, escuché con precisión lo que nos decía. Tarde, pero finalmente descifré con claridad las palabras que nos habían acompañado en buena parte de nuestro camino, lo que causó que dejara de sentirme villano para percibirme inmerecido objeto de piropos.
"¡Qué lindos bomberos! ¡Qué lindos bomberos!", fue lo que la dama expresó siempre. Ni hablar: había una diferencia del cielo a la tierra, como también diría mi mamá, entre lo que primero escuché y lo que la joven continuamente dijo.
Años después de ese hecho me cuestiono si diferenciar lo que sucede de lo que se espera suceda, será uno de los desafíos más elementales del hombre para acercarse al ideal de la verdad y la construcción de tiempos mejores.
Observar la política nacional, por ejemplo, usando el filtro de "conservador" o "liberal" nos condenaría a una vida de dogmas, más que de realidades. Perogrullo diría que quien supone que posee la verdad, decir que la busca es mera expresión de petulancia.
Y aunque cada persona es libre de engañarse asumiendo que sus credos le dan la razón, difícilmente la sociedad superará el obstáculo que representa su fragmentación en bandos rivales, a los que quizá sólo podría unir la voluntad de encontrar realidades en las acciones, no condenas en las creencias.
Escuchar lo que conviene a cada una de las facciones que buscan el poder político y asumirlo como verdad, lleva, por lo pronto, a perder tiempo precioso, que sería mejor empleado en la transformación de la realidad con hechos, no con suposiciones.
(¿O seguiré "sordo" por conveniencia o creencia?).