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Recuerdos de una vida olvidable...

Imágenes de la corrupción (II)

MANUEL RIVERA

Si el paso de los años del ser humano es la suma constante de recuerdos, necesariamente llegará el momento en el que estos se desborden y alcancen a sus semejantes.

Podría decirse entonces que otra de las manifestaciones de la acumulación de los años es la incontinencia de la memoria.

Expreso lo anterior a propósito de estas letras que dan continuidad a los casos citados en la columna pasada, con relación a la deshonestidad en el ámbito público y su permeabilidad.

No sobra observar nuevamente que lo aquí plasmado son sólo recuerdos, que al ser interpretados podrían aportar algunos elementos de juicio en torno al tema. Lejos está del propósito de estas evocaciones configurar un análisis y, menos, una prédica.

Sí, debo reconocer, abordar el tema de la corrupción obedece a la provocación que significa observar el choque de la realidad con algunos discursos oficiales que la declaran extinta y hasta ajena a la cultura nacional.

Quien finge desconocer lo obvio subraya su existencia; quien niega el hecho evidente contribuye a confirmarlo y darle mayor énfasis que el otorgado por su aceptación llana.

Comparto entonces un par de casos más en los que en niveles menores de poder atestigüé la corrupción como una costumbre que no causa culpa y manifiesta hasta solidaridad.

Uno de ellos se registró cuando como integrante de una institución de servicios de emergencia acudí a buscar una persona extraviada en el monte. El territorio pertenecía a un municipio norteño de escaso presupuesto, punto de paso en el tránsito de comercio clandestino. Ahí los recursos para la seguridad pública eran un comandante de policía, unos ocho efectivos, cuatro patrullas y algunos revólveres calibre .38. Sin embargo, en ese sitio la limitación económica no estaba peleada con ciertos valores que, aunque cuestionables, eran respetados en el entorno del área destinada a preservar la paz pública, como lo ejemplifica el hecho surgido en un receso de la búsqueda.

En todo momento colaborador con sus visitantes, el comandante aprovechó la ocasión para apuntar que si bien la dirección que encabezaba tenía limitaciones materiales, poseía, indudablemente, principios. Así, expresó ufano y con seriedad:

"Cuando estamos en la carretera y se detienen los señores con sus camionetas, dice el que va adelante: 'a ver, ¿quién es el jefe?'. Yo, señor, le contesto. 'Ten esto'… Y como me gusta ser muy derecho y justo con mi gente, inmediatamente reúno a mis muchachos para repartir en partes iguales todo lo que me dieron".

En otra ocasión, siendo reportero, me infiltré en el departamento de policía y tránsito de un municipio de la zona metropolitana de Monterrey.

En una de las muchas acciones que viví en esa misión me correspondió marcar el alto a una conductora que dio vuelta en un lugar prohibido. Acompañada por un hombre en el que no percibí nada anormal, la automovilista admitió de inmediato su falta y me mostró su licencia para conducir.

Simultáneamente, sin que en esos momentos me llamara la atención su conducta, el agente con el que cubría el turno e iba al mando se acercó a la ventanilla contraria a la del conductor, para hablar con quien viajaba al lado de la dama.

Poco después el oficial me hizo discreta señal para que camináramos hacia la patrulla, donde me adelanté con la palabra y le sugerí que los dejáramos ir sólo con una amonestación. Para un novato como yo, ingenuo además, el asunto parecía rutinario, hasta que mi compañero expresó enfático:

-¡Te vas a papear! ¡Son tuyos!

-¿Cómo? No entiendo-respondí con franqueza y desconcierto.

-¿Te diste cuenta de que no es el esposo de la señora?-me preguntó a manera de explicación, para luego continuar:

-Sácales lo que quieras, es todo para ti. Tú decide-añadió magnánimo.

Sabiendo que el llanto de mi hija en casa no era por hambre, despedí a la pareja con un "maneje con cuidado" y sin cuestionar la legitimidad de su relación. No sé si decepcioné a mi compañero, aunque sí supe de su espíritu solidario.

La corrupción debe ser inaceptable, tanto como negarla y asumirla ajena a la idiosincrasia nacional que penetró.

Por supuesto, esta conclusión es resultado del pensar humano, ni por asomo manifestación de la verdad divina.

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