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Humillados y ofendidos

JORGE VOLPI

El enorme oso trastabilla en medio del último bosque primordial enclavado en el oeste bielorruso: en una dacha cerca de Viskuli, un tambaleante Borís Yeltsin, presidente de la República Socialista Federativa de Rusia, se acomoda al lado de sus colegas de las repúblicas socialistas de Bielorrusia, Stanislav Shushkévich, y de Ucrania, Leonid Krávchuk, y los tres intercambian sus firmas en el documento con el cual disolverán formalmente la Unión Soviética. Con los ojos inyectados en sangre a causa del desvelo y el alcohol, aquel 8 de diciembre de 1991 Yeltsin obtiene al mismo tiempo su pírrica victoria contra Mijaíl Gorbachov, a quien el acuerdo convierte en una figura de paja: el 25 del mismo mes no tendrá otro remedio que renunciar a la Presidencia de la URSS, cuya bandera con la hoz y el martillo ondea por última vez en el Kremlin.

Pocas horas más tarde, un exultante George H. Bush -antiguo director de la CIA- celebra el final de la Guerra Fría y Estados Unidos se asume como la única superpotencia en el planeta. Para buena parte de los rusos -incluido un joven y malencarado exagente de la KGB, de nombre Vladímir Vladimírovich Putin-, lo ocurrido aquel día en los bosques de Belovezh le resulta tan infamante como el Armisticio de Compiègne firmado por los alemanes en un desconchado coche de ferrocarril al término de la Primera Guerra Mundial: una humillación que no solo les arrebata todo el poder y la influencia de que han disfrutado durante décadas, sino que los hunde en el lodo.

Los años posteriores resultan catastróficos para Rusia y las otras catorce nuevas repúblicas exsoviéticas: en vez de que el libre mercado se instale de modo controlado en países desprovistos de instituciones democráticas, la versión más salvaje del capitalismo -auspiciada sin duda por los halcones occidentales- provoca una rapiña sin precedentes. La economía se derrumba, surgen millones de nuevos pobres y, al abrigo del poder, un puñado de nuevos multimillonarios -oligarcas y novi russki-, al tiempo que los miembros del quebrado Pacto de Varsovia se unen apresuradamente, pese a las promesas de Bush y Clinton, a la OTAN, incluyendo a las repúblicas bálticas, antes parte integral de la URSS.

Cuando, en 1999, un apelmazado Yeltsin por fin le entrega la Presidencia a Putin, quien ha aprovechado el caos para escalar hábilmente la pirámide, no imagina que su principal objetivo -como el de Hitler a partir de 1919- será restituir pacientemente el alicaído poderío ruso. Solo que, a diferencia de los personajes dostoievskianos de humillados y ofendidos, Putin no intentará redimirse a través del sufrimiento, sino acumular todo el poder para revitalizar su economía, modernizar su Ejército y construir una nueva narrativa para la Rusia del siglo XXI que, desembarazándose del pasado soviético pero ansiando la influencia geopolítica que lo caracterizó, restituya el glorioso destino histórico que le corresponde.

Lo hemos escuchado estos días: su discurso es el de quien se jacta de recuperar lo que asume que siempre fue suyo, como Hitler al invadir Checoslovaquia -o, más lejos, Estados Unidos al anexionarse la mitad de México-. Para él, Ucrania es una invención bolchevique que jamás debió escapar de Rusia, pese a que, en el referéndum de 1991, el 90 por ciento de su población votara por la independencia: su misión no es tanto conquistarla por entero como impedir que se convierta en una fuente de contagio occidental, otra bien asentada pulsión rusa.

Otra vez igual que Hitler en 1938 -cuando consiguió que los aliados le entregasen dócilmente los Sudetes-, Putin adivina el cansancio de un Occidente que no se atreverá más que a imponerle sanciones que él ya considera en cualquier caso irremediables. Los tiranos nacen y se cultivan en el rencor: más allá de su íntima megalomanía, comprobamos una y otra vez que humillar y ofender una y otra vez a los vencidos no es jamás una buena idea y, como de costumbre, ahora serán los ucranianos quienes habrán de pagarla.

@jvolpi

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