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Columna

Griterío

JOSÉ EDGAR SALINAS URIBE

Antes de iniciar una pelea de box, el tercero sobre el encordado, como se dice en el argot, habla con los pugilistas, les recuerda lo permitido y lo prohibido, les insiste en el entendimiento básico de cómo debe desarrollarse el enfrentamiento para que nadie se haga el sorprendido ante su posible intervención para reconvenir o señalar alguna conducta no permitida. Ese pequeño ritual previo a los golpes y posterior a la parafernalia de la presentación es fundamental para poner cuerdas a ese cuadrilátero invisible de la norma que rige las peleas.

Así como en el box, en las discusiones públicas sobre temas comunes a la colectividad debería haber ese momento de entendimiento previo acerca de las reglas básicas para llevar adelante un debate o un diálogo sobre alguna cuestión de impacto común. Tratándose en ocasiones de asuntos que pueden mejorar la calidad de vida de las personas o de entorpecer su desarrollo, con mayor razón no debería escatimarse en los acuerdos que propicien un clima favorable para diálogos de calidad, donde se privilegie el entendimiento, es decir, la capacidad y libertad de externar posiciones y la disposición a escuchar como condición indispensable para la reflexión común.

En nuestros días hay poco diálogo y mucho enfrentamiento. Hay una enorme prisa por decir la propia palabra y escasa disposición a la escucha. En las redes sociales es paradigmática la manera en cómo el diálogo se cancela y se propician, en contraparte, duelos interminables en los que la reflexión cede paso a la descalificación y en la mayoría de los casos al insulto. En los espacios institucionales para el diálogo y debate de los temas públicos (particularmente en los ámbitos legislativos) hay una proclividad a la afirmación del juicio propio descalificando por anticipado lo que el adversario político tenga para contraponer. O hay casos, como los denominados parlamentos abiertos, que se propician con el afán de legitimar procesos que difícilmente admitirán correcciones.

En contextos así no se da oportunidad al entendimiento. Por el contrario, se conforman plataformas que lo dificultan y lo anulan. Entonces lo que queda como opción es la "barbarie civilizada", permítase la expresión, de subir el volumen al ruido, al enfrentamiento, a los ataques adhominem, al uso de calificativos y ofensas que denotan todo, menos reflexión, serenidad de pensamiento, capacidad de argumentación y disposición al diálogo.

A la hora de escribir esta columna, se hizo viral un video en el que se escucha la voz de una persona descalificando sumariamente al consejero presidente del INE espetando que no tenía ni autoridad "moral… ni académica, ni intelectual, ni política…para venir a hablar de democracia (a la UNAM)". En redes hubo posicionamientos veloces y una línea se aglutinó en torno a que por fin "alguien le dijo sus verdades". Así de serenamente pausada la reflexión de estas personas. Como dijo un notable escritor, es más común apelar a la libertad de expresión que a la libertad de pensamiento, porque esta última implica, necesariamente, pensar.

Dialogar conlleva el penoso esfuerzo de pensar, de sopesar lo que se dice, de actuar con honestidad ante lo que se externa. Por tanto, es lógico señalar que a dialogar se aprende y por tanto, se enseña. ¿Quién enseña a dialogar? O dicho de otro modo, ¿dónde se aprende a dialogar? Las universidades, en las sociedades contemporáneas altamente urbanas, tendrían que ser espacios privilegiados de diálogo. No exentas, claro está, de quien apuesta por la libertad de vocifero excluyendo la de pensamiento, pero, al final, la universidad debe ser un espacio para el diálogo. Para la anulación sumaria e irreflexiva del otro se han inventado plataformas virtuales y hay, también, espacios solo posibilitados en las democracias, que permiten incluso su expresión en persona. Pero actuar movidos solo por el silvestre vocifero no ayuda, no sirve, distrae, es decadente. Cuando el o la interlocutora propicia el diálogo no aprovecharlo puede denotar incapacidad para sostenerlo o un claro afán de evitarlo y hasta destruir su posibilidad. Y, entonces, a ganar por griterío.

@EdgarSalinasU

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Escrito en: editorial Edgar Salinas Uribe editoriales

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