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El futuro de la humanidad y las guerras

JORGE ALVAREZ FUENTES

Karl Jaspers, el filósofo existencialista alemán escribió, entre otras obras La bomba atómica y el destino del hombre. En ella reunió sus particulares concepciones sobre el devenir histórico de la humanidad, luego de vivir las dos grandes guerras mundiales. Estaba profundamente decepcionado de la civilización occidental. Con lúcida inteligencia debió lidiar con el sentimiento de fracaso de Europa. Su espíritu afrontó, también, la debacle moral de Alemania. Por años, había reflexionado sobre el drama humano y sus principales problemas: la comunicación, el sufrimiento, la culpabilidad, el genio, la locura, y, por supuesto, la muerte. Como uno de los grandes pensadores del siglo XX, había adelantado la filosofía y la ciencia, haciendo avanzar la psiquiatría y la, hasta hacer de la filosofía no una teoría del conocimiento, sino una vía práctica para llegar al ser en el tiempo. Formuló una de las más altas aspiraciones intelectuales de la posguerra: que los hombres cobráramos conciencia de las situaciones límites que cada generación vive en su tiempo.

Hace mucho sentido rememorar hoy a Jaspers cuando un conjunto de situaciones límite han puesto en ciernes al mundo entero: crisis económicas sistémicas, pandemia global, emergencia climática, que acechan el presente colectivo y ponen en entredicho el futuro cargado de incertidumbres. Obsesionados observamos, ajenos, por millones, como la ofensiva militar de Rusia destruye Ucrania, viola sus fronteras, ocupa sus territorios y hace huir a millones de sus atemorizados habitantes; como se extiende peligrosamente y amenaza con involucrar a terceros contendientes, mientras otras guerras persisten y languidecen, relegadas después de años; mientras otros conflictos permanecen irresueltos, encubiertos, a pesar de las enormes tragedias, de éxodos, en medio de un pandemónium de noticias, muchas falsas y otras deliberadamente distorsionadas. Con una constante: la cínica culpabilidad e irresponsabilidad de líderes y dirigentes. Ahí están las catástrofes de Afganistán, Irak, Libia, Myanmar, Siria, Somalia, Yemen, y, por supuesto, Palestina, a las que cabe agregar Etiopía, entre tantas otras.

En medio del malestar y marasmo generalizados en el mundo, de una enorme confusión, de peligrosos y cambiantes escenarios geopolíticos, esas guerras ya ni siquiera parecen interesar a la opinión pública o conmover a la sociedad mundial. Son sólo viejos conflictos, malas noticias. Los esfuerzos de paz, las resoluciones y condenas de la comunidad internacional se han tornado referencias anecdóticas, mientras los organismos multilaterales muestran su impotencia. Que acaso nunca, en nuestra época, ¿importó la paz? ¿Cuándo abandonamos el principio sagrado del respeto por la vida humana?

En el tercer decenio del siglo XXI, luego de que algunos falsos ideólogos pretendieron engañarnos para que pensáramos que la globalización y la interdependencia detendrían las guerras entre naciones y acercarían a los pueblos, seguimos haciéndonos la guerra con pertinaz frecuencia y sin piedad; entre hombres que se asumen civilizados, orillando a jóvenes soldados a ser combatientes, a matar, a morir o a perder la razón, haciendo uso de armamentos cada vez más sofisticados y letales, dirigidos a distancia, en tierra o en el ciberespacio. Nos seguimos matando, habiendo convertido las ciudades en infaustos campos de batalla. Ahí están silentes, la destrucción, las atrocidades y el sufrimiento de los habitantes de Alepo, Homs, Sanaa, Mosul y Mogadiscio. ¿Por qué ahora debiera importarnos y conmovernos los ataques, los bombardeos y el cerco sobre Mariúpol reducida a escombros?

Los crímenes de guerra se han vuelto desenlaces indeseables pero normales, puesto que aquellas reglas de la guerra pactadas en el pasado parecen no tener ya una aplicación eficaz y efectiva. Los perpetradores de actos de genocidio, de crímenes de lesa humanidad, difícilmente serán llevados ante la justicia. El justo reclamo del respeto al derecho internacional humanitario, en los hechos, se ha vuelto una reminiscencia ingenua. Ahora sólo cabe sorprendernos, atónitos, puesto que no se trata de videojuegos bélicos en la pantalla de un dispositivo, ante las nuevas armas autónomas, los agentes biológicos, misiles hipersónicos, drones de largo alcance, nuevos equipos robóticos, armas térmicas o bacteriológica paralizantes, incluso no letales. Cualquier balance de una guerra, hoy, debe hacerse no sólo sobre los avances de tanques y blindados, sobre los territorios ocupados, sobre los objetivos militares alcanzados por ataques aéreos o de artillería con bombas, obuses y cohetes, sino también sobre los cuantiosos daños materiales infligidos a la población civil, de manera próxima o distante, pero deliberada, para lograr la destrucción material y la disrupción tecnológica de la infraestructura civil, de servicios vitales, de salud y de comunicación.

Las nuevas tecnologías han encontrado numerosos usos y aplicaciones militares, empezando por la inteligencia artificial. Pero no habrá guerras inteligentes; es un gran engaño pensar que no habrá cuerpos de los combatientes muertos tirados en los campos de batalla o que acaso puede haber confrontaciones bélicas sin provocar daños colaterales, que terminen sin destruir vidas, oportunidades, o inutilicen la infraestructura.

En todas las guerras hay una enorme destrucción, pérdida de vidas humanas: todos sufren la irracionalidad, incluidos los vencedores. Son siempre fútiles, resultado de una cadena de errores, de engaños, que se producen por la ambición, la obcecación, los cálculos ególatras de algunos individuos poderosos que no se detienen ante la muerte, la venganza, la barbarie, la violencia y el miedo. Las múltiples guerras se han vuelto parte de una normalidad, patológica: a todas horas y todos los días vemos, inconmovibles, en la televisión, en la red, en nuestros teléfonos a personas sufrir y morir víctimas de una tragedia real, terrible e inhumana.

@JAlvarezFuentes

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