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De política y cosas peores

ARMANDO CAMORRA

Yo no soy ni hembrista ni hombrista. Quiero decir que el feminismo no se me da, por más que en la actualidad sea lo políticamente correcto, ni se me da tampoco lo machista, aunque he de confesar -mea culpa- que ocasionalmente me brotan atavismos del tiempo patriarcal en que viví mi infancia y juventud. Puedo jactarme, empero, de haberme adelantado a mi época en eso de hacer renuncia a usos y costumbres que el varón creía inmutables, como aquellos de ser "el jefe de la casa" y dar a la esposa "el diario", o sea una limitada cantidad de dinero cada día para los gastos del hogar, pues se veía en la mujer a una menor de edad o incapacitada que no podía manejar el presupuesto familiar. Desde el primer día de casados, ya lo he dicho, le entregué a mi señora todo mi salario para que ella lo administrara, pues a mí el dinero se me ha escurrido siempre entre los dedos, y si no hubiera hecho lo que hice estaríamos hoy en una situación comparada con la cual la pobreza franciscana que predica López sería lujo de nabab. Igualmente mi esposa y yo tomábamos de común acuerdo las decisiones concernientes a nosotros y nuestros hijos. Decía un viejo dicho: "A la mujer ni todo el amor ni todo el dinero". Yo siempre le he dado a la mía todo el dinero y todo el amor. Quizá por eso -y por alguna oculta gracia- rondamos ya los 60 años de casados. Gusto de citar en las reuniones familiares unos endecasílabos de Ramón López Velarde que me vienen a la medida: "Dios, que me ve que sin mujer no atino ni en lo pequeño ni en lo grande, diome de ángel guardián un ángel femenino". Aunque no soy feminista veo en la mujer, igual que el poeta de Jerez, el Misterio encarnado. La considero, sin adulación ni hipocresía, superior al hombre en todos sentidos, sobre todo el común, Los señores, dicho sea con el mayor respeto a mis colegas hombres, somos proclives a hacer pendejadas, llámense guerras o  Tren Maya. Por eso la tarde del pasado lunes tuve una gran alegría. El licenciado Alfonso Yáñez Arreola, director de la Facultad  de Jurisprudencia de la Universidad Autónoma de Coahuila, mi alma mater, me hace cada año el honor de invitarme a dar la bienvenida a los estudiantes de nuevo ingreso a la institución. Cuando fui estudiante de esa escuela la mujer era claramente discriminada. En un grupo de 35 alumnos había tres muchachas, y la mayoría de los maestros no las tomaban en cuenta. Hacían como si no existieran. ¿Para qué gastar el tiempo en ellas si se iban a casar y no ejercerían la profesión? Ahora  que fui a hablar ante la nueva generación de estudiantes de la Facultad supe que el 70 por ciento del alumnado es femenino, porque una mayoría de mujeres aprobaron el difícil examen de admisión al prestigiado plantel. Y otra cosa que, aunque un poco divertida, no deja de tener mucha significación. La mascota deportiva de la Facultad es un tigre. Pues bien: en la estatuilla que esta vez me regalaron el tal tigre tiene ahora por un lado traza de tigresa. Se aprecian en  ella las partes que las hembras poseen para cumplir la maravillosa función de alimentar a sus crías. Yo celebro cada avance que las mujeres logran en su lucha no por igualarse al hombre, lo cual sería muy pobre  ambición, sino por vencer las múltiples formas de discriminación de que todavía son objeto, sutiles unas, evidentes otras. Hago una declaración. Si yo, sin darme cuenta, incurro en alguna forma de machismo por causa de la educación que recibí y de las circunstancias en que se desenvolvió mi vida, pido perdón por ella, me arrepiento de todo corazón y hago firmísimo propósito de enmienda. FIN.

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