Uno bebe licor para vivir más profundamente, pero hacerlo no te lleva a ningún paraíso permanente: es una bella ilusión pasajera. Si bebes a la ligera y sin cuidado, entonces la tumba se despierta y clama tu presencia con sus enormes fauces. R.W. Emerson llamaba a Montaigne el "Príncipe de los egoístas", y aunque lo acusaba de adolecer de esa grosería natural propia de los franceses, lo halagaba ante el hecho de que el ensayista de Burdeos utilizara la confesión y la literatura para delatarse antes de que criticaran sus vicios, sus defectos e incluso sus virtudes o costumbres (así lo hizo también Rousseau); se adelantaba a los criticones, depredadores o amantes del juicio apresurado y del escarnio público. Si yo le digo a mis amigos o amigas, "hay que beber en apreciables cantidades", es porque el alma merece atención, no nada más vía el arte, la ciencia o la filosofía, sino también a bocajarro: que el espíritu se empine una maldita botella para que se conozca un poco más a sí mismo, no para que se aniquile por completo. De todo es posible hacer una costumbre, incluso del estar muerto en vida. Recuerdo siempre, lo hago de nuevo, que el pintor Francisco Toledo se interesó por mis palabras cuando alguna vez le dije que el alcohol nos hace expertos en los estados del alma. Estaba de acuerdo, como también tendría que estarlo cualquier persona dotada de alguna clase de sabiduría. Los sobrios son una plaga, cuya manera de hacernos daño es más oscura, nebulosa y tantas veces más cruel que la del borracho. La sobriedad es una utopía que tarde o temprano cae de las alturas bíblicas y nos aplasta de una vez para siempre. A Alejandro Jodorowski le parecía que el vino podía llevar al artista y director de teatro Juan José Gurrola a estados lúdicos y estéticos que a él le resultaba imposible llegar. Alí Chumacero, me dicen, sugería beber una copa más o menos cada hora, pues estaba seguro, imagino, de que la conversación y la compañía domaban la ansiedad de los bebedores.
Beban amigos, amigas y no molesten a nadie. El que es ebrio tiene prohibido joder la fiesta o la tranquilidad de los demás. Al contrario, tendría que contagiarlos de su estado de gracia; hacerlos cómplices; invitarlos a suicidarse con él. Un ebrio crítico es difícil de encontrar y soportar, pues no deja de mirarse al espejo y de ponerse límites que lo transforman en un ser estreñido, rígido, calculador. La crítica se lleva a cabo después de que uno se conoce a sí mismo, aunque tal conocimiento sea parcial o incompleto. Se es crítico antes, no durante o después de la borrachera. Recuerdo alguna vez que, en una cantina de Avenida Universidad, creo que aún existe, La Valenciana, dos magníficos amigos, Heriberto Yépez y Juan Carlos Reyna -quizás ellos posean otros recuerdos- me hicieron notar que a mí el alcoholismo tarde o temprano me impediría continuar con mi ejercicio crítico. Al menos yo recuerdo que así me lo señalaron hace 20 años, acaso. Lo tengo presente y observo ante el espejo mis reflejos -frente al espejo moral, ya que el otro me reprueba y se ríe de mí.
Yo no soy quién para juzgarme, pero la multitud de sustancias y alcohol que he ingerido en un tramo largo de mi existencia no me han vuelto un ser infeliz, ya que lo soy por naturaleza; es decir: no puedo ser lo que ya soy. Más bien han labrado caminos que son transitables, amables y lúdicos. El alcohol es un juego peligroso, pero es un juego, como el futbol. La mojigatería que se opone a las drogas o sustancias -prohibidas o no- es uno de los mayores males de nuestro tiempo. Hace varias semanas, uno de mis más cercanos y queridos amigos me confesó que había dejado de beber, justo porque se conocía a sí mismo y estaba al tanto del absoluto desmadre que causaban sus borracheras. A ello me refiero cuando escribo que uno debe ser crítico antes de beber.