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La clave

LUIS RUBIO

Beijing en 1980 era un pueblote. Algunas grandes y vacías avenidas llevaban a la ciudad prohibida y a la gran plaza de Tiananmen, el corazón político de la ciudad. De vez en cuando pasaban bicicletas, el ubicuo medio de transporte de personas, mudanzas y distribución de toda clase de bienes. Alrededor de estos centros ceremoniales se apilaba una interminable colección de vecindades en diversos grados de deterioro. Volví en 1999, incrédulo ante el panorama que encontré: una ciudad moderna, rascacielos, periféricos, tiendas de lujo y un tráfico como el de cualquier mega urbe. Mientras que en México nos debatíamos sobre el modelo económico, la deuda y el papel del gobierno en el desarrollo, China se transformó. Lo que hace un gobierno eficaz.

En México se ha confundido la política con la función del gobierno. Si bien es evidente que la política determina las prioridades de cada nación, la ejecución de esas prioridades es un asunto distinto. En los países serios, el gobierno es un factor de continuidad y estabilidad: sus funcionarios son permanentes, mayoritariamente de carrera y se apegan a códigos de conducta y transparencia. Por su parte, los políticos, que gobiernan con el favor popular, determinan qué proyectos se construyen y cuáles no y qué criterios guiarán la toma de decisiones. Las ciudades de los países serios tienen un administrador profesional que le reporta al alcalde electo. Lo mismo ocurre en los ministerios y secretarías. Solo en países tercermundistas se reinventa la rueda cada tres o seis años.

Este es el asunto que motiva un nuevo y excepcional libro* que busca explicar las diferencias entre los países que enfrentaron exitosamente la crisis del virus respecto a aquellos que siguen sin siquiera entender lo que ocurrió. La tesis es que los países occidentales contaban con un sistema de gobierno muy efectivo que sabía actuar en condiciones normales y responder ante situaciones críticas, pero éste se anquilosó, se volvió obeso y acabó capturado por innumerables intereses particulares, tanto internos (grupos políticos y sindicales), como externos: constructores, operadores de servicios y ecologistas.

En contraste, Singapur se ha convertido en el parangón del gobierno eficaz, técnicamente competente y efectivo que ha logrado el mayor nivel de ingreso per cápita del mundo. Muchos países, especialmente en Asia, han seguido ese modelo, logrando construir burocracias meritocráticas, con personal excepcionalmente bien formado y compensando que ejecutan sus funciones de manera profesional, como ilustra el éxito arrollador de Corea, Taiwán y, desde luego, China. Sin duda, también hay gobiernos eficaces y competentes en otras regiones, como Alemania y algunas naciones escandinavas. Lo que distingue a este conjunto es la seriedad, competencia y habilidad técnica de sus burocracias que nunca confunden la política con su responsabilidad.

La mayoría de estas naciones son democracias consumadas, algunas son híbridos y otras autocracias. Lo que las asemeja es la calidad de sus gobiernos. Nada como el coronavirus para separar a los que saben lo que hacen del resto.

El virus es un factor de comparación inmejorable porque afecta a todas las naciones y personas exactamente de la misma manera, pero cada nación responde según sus propias características sociopolíticas. La infraestructura es otro ejemplo similar: las naciones con gobiernos competentes cuentan con carreteras, trenes de alta velocidad y aeropuertos ultramodernos: Frankfurt, Beijing, Singapur, Incheon son todos ejemplos evidentes. Ninguno se hace bolas con la educación, como en México. En estas naciones las burocracias aprenden continuamente y no se dejan mangonear por políticos incompetentes, si bien se apegan estrictamente a las prioridades que estos establecen. El punto clave es que la eficacia de un gobierno no tiene que ver con su calidad de democracia o autocracia sino con sus propias estructuras y modos de organización y compensación.

En contraste con Singapur, el gobierno mexicano no se construyó para ser eficaz, sino como un medio para avanzar los intereses de la clase política, lo que interconstruyó a la corrupción como una de sus misiones. A pesar de ello, por varias décadas luego de la revolución, el gobierno logró conferirle estabilidad al país y condiciones para su desarrollo. Todo eso se perdió en el populismo de los setenta y en las incompletas (y en ocasiones inadecuadas) reformas de las siguientes décadas. En lugar de corregir esos errores, el gobierno actual se ha dedicado a replicar la década de los setenta: decisiones unipersonales, ideológicamente determinadas y con objetivos meramente políticos.

La crisis del virus no pudo llegar en un momento más revelador: expuso las carencias y deficiencias acumuladas del sistema de gobierno y las magnificó por las torpezas del actual. El gobierno que pretendía un cambio de régimen acabó en el fango de una pandemia que no entendió (y sigue sin entender) y sin instrumental o personal idóneo para salir de ella. Y esto sin considerar la seguridad pública o el crecimiento de la economía. Este es tiempo de grandes reformas para producir un gobierno profesional y técnicamente competente.

* Micklethwait & Wooldridge, The Wake Up Call.

@lrubiof

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Escrito en: Editorial Luis Rubio

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