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El siglo del poeta

JUAN VILLORO

El 19 de junio se cumplen cien años de la muerte de Ramón López Velarde, el poeta más comentado de México. Borges recitaba de memoria "La suave Patria", Beckett lo tradujo, Octavio Paz, Gabriel Zaid y José Emilio Pacheco le dedicaron ensayos luminosos, y esa interpretación sigue en curso. En fechas recientes, Víctor Manuel Mendiola, Fernando Fernández, Ernesto Lumbreras y Marco Antonio Campos han publicado libros reveladores sobre el hombre que dijo ser un espontáneo que no tomaba en serio los sesos de su cráneo.

Nacido en 1888, en Jerez, Zacatecas, López Velarde murió a los 33 años en la Ciudad de México. El presidente Álvaro Obregón le dedicó tres días de luto nacional y el ministro de Educación, José Vasconcelos, mandó imprimir 60 mil ejemplares de la revista El Maestro con el poema "La suave Patria".

Juan José Arreola lo recitó en Voz Viva de México, Guillermo Sheridan escribió su biografía y rescató su correspondencia con Eduardo J. Correa. Los niños se pueden sentar junto a su estatua en una banca de Zacatecas, pero el poeta es mucho más que una efigie de bronce que ensucian las palomas. Pertenece a la tradición sin haber perdido vitalidad. Su obra consta de tres libros de poesía (La sangre devota, El son del corazón y Zozobra), dos de crónica (El minutero y El don de febrero) y notas sueltas de periodismo político y crítica literaria. Un legado breve e inagotable.

Encandilado por la belleza, López Velarde celebra el cuerpo femenino como un altar sensual: "te aspiraré con gozo temerario/ como se aspira en un devocionario/ un perfume de místicas violetas". Xavier Villaurrutia lo describe como un peculiar maestro del olfato que mezcla los provocadores aromas de la piel con las etéreas espiritualidades del incienso. No es causal que Jorge Cuesta lo considerara "el poeta más personal que en México ha existido".

José Ramón Modesto López Velarde Berumen fue un enamoradizo crónico. Católico en crisis, decía que le iba muy bien con el Credo y muy mal con los Mandamientos. Se sintió atraído por Dios, pero también por el "barómetro lúbrico" de una "enagua violeta".

Al menos cuatro mujeres aceptaron que las cortejara formalmente. Todas lo quisieron, ninguna se casó con él y las cuatro murieron solteras. Esto bastaría para convertirlo en un mito romántico. Vestía de luto desde la muerte de su padre, ocurrida en 1908, cuando él tenía veinte años. No fue dueño de una casa ni conoció el mar. Viajó mucho, pero siempre a los mismos lugares: Zacatecas, Aguascalientes, San Luis Potosí, la Ciudad de México. Con calculada nostalgia, convirtió la provincia en un edén perdido al que regresaría "con pies advenedizos" para evocar "el santo olor de la panadería"; la puerta del corral que al abrirse provocaba "la invasión de las gallinas"; la plaza donde los jóvenes estrenaban trajes de domingo para cortejar al "perímetro jovial de las mujeres". La Ciudad de México fue para él un laberinto de tentaciones, una región "ojerosa y pintada" donde los mejores espacios eran claustros íntimos y silenciosos, como una "alcoba submarina".

La mayor parte de sus poemas fue concebida en un país amenazado por la metralla. La Revolución mexicana no encontró en él a un mero testigo de los hechos, sino a un comentarista dispuesto a cambiar la realidad. Abogado de profesión, fue candidato a diputado del Partido Católico y estuvo cerca de Francisco I. Madero. Arreola dijo que le tocó un México "estremecido" y "delirante", es decir, muy parecido al nuestro.

Su legado es parte de la cultura popular. En Zacatecas, Aguascalientes y San Luis Potosí he conocido a personas que declaman sus versos de memoria y llevan alguno de sus poemas en la cartera.

El universo velardiano está hecho de reveladoras minucias: monedas que caen "con un estrépito de plata", el "contradictorio prestigio de almidón" que transmite el vestido de una prima o la "novedad campestre" de las nucas recién salidas de la peluquería.

"La edad del Cristo azul se me acongoja", escribió en su poema "Treinta y tres", poco antes de morir. En la noche fatal, se desveló hablando de Montaigne con un amigo, comenzó a toser y volvió a su cuarto en Avenida Jalisco (hoy Álvaro Obregón) enfermo de neumonía.

A un siglo de distancia, esa fecha no deja de ser noticia: el 19 de junio de 1921 Ramón López Velarde pasó de la vida a la leyenda.

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Escrito en: editorial JUAN VILLORO

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