Leí con interés "Un daño irreparable: la criminal gestión de la pandemia en México", libro autoría de la Dra. Laurie Anne Ximénez Fyvie, profesora e investigadora en microbiología y doctorada en la Universidad de Harvard. Lo publicado por ella en su cuenta de Twitter desde el año pasado y que ahora ha sistematizado y ampliado en su libro ha generado tal cantidad de ataques a su persona que lo más recomendable, considero, es leer el libro para robustecer de modo aún más informado la propia opinión no solo sobre el contenido del texto, sino, más importante, respecto de lo que analiza: la gestión de la pandemia en México. Agrego nada más que el epílogo es sumamente aleccionador.
Con lo anterior de preámbulo, me tomo la licencia de citar el nombre de uno de los capítulos del libro, y parte de su contenido, para contextualizar el tema que hoy abordo, a saber, el dolor no visibilizado ocasionado por la atroz catástrofe en México. En "Economía de las emociones", Ximénez Fyvie reflexiona sobre esos "costos emocionales", como el dolor, sufrimiento y ausencia definitiva generalmente dejados de lado en los balances de cualquier catástrofe dado lo complejo de convertirlos en cifra pero que, al final, son los más difícil de asimilar y sobrellevar por mucho tiempo. Particularmente dramático por su realismo es el siguiente párrafo: "Quizá las personas que toman las decisiones no entiendan cómo muere un paciente de COVID-19 y lo que las familias tienen que soportar. Se los explico: los enfermos permanecen en aislamiento, sin la compañía de sus seres queridos, solo con los médicos y el personal hospitalario que los atienden. Ningún amigo o familiar toma sus manos, ni los apapacha, consuela o acompaña. Permanecen solos, y sus familiares, lejos de ellos también. Así mueren. En soledad."
Oficialmente, hay ciento cincuenta y ocho mil quinientas treinta y seis historias que caben en la descripción de la autora al momento de escribir estas líneas. 158 536 personas que murieron así, en soledad. Y, como sabemos, son cifras oficiales que aún no incorporan el subregistro que el INEGI ya confirmó para los primeros siete meses del año pasado.
¿Cuál ha sido el perfil de la economía emocional en La Laguna? La región ha quedado enlutada principalmente por el fallecimiento mayoritario de personas cuya edad supera los sesenta años. Vayan algunos números acumulados: por cada mayor de sesenta años contagiado, ha habido seis de menos de cincuenta años. Pero, por cada menor de cincuenta años que se ha llevado el COVID-19, le ha arrancado la vida a siete mayores de sesenta años. Así de triste: han fallecido siete mayores de sesenta años por cada menor de cincuenta años. ¿Acaso han sido las personas mayores de sesenta las que más han salido? Difícilmente, pues alrededor de la mitad de los casos activos se ha dado recurrentemente en el segmento de edad de 20 a 49 años, es decir, en la fracción donde se concentra la población ocupada o la que provee materialmente a las familias.
Hacia adelante habría que ajustar las previsiones y los optimismos infundados. En el mes que concluyó quedó en evidencia a cuántas incidencias está sujeta la campaña de vacunación y nos hace prever que no se cumplirán los objetivos en los tiempos anunciados. Eso tiene un correlato en contagios y letalidad, en luto familiar. Con eso en mente, es claro que habría que modificar el patrón de conductas y prácticas que no han servido ni para contener, ni para mitigar, ni mucho menos para salvar vidas.
Aunque se han presentado fallecimientos en todos los rangos de edad a consecuencia del COVID-19, hemos sufrido la partida mayoritaria de aquellas personas cuyas canas anunciaban memoria y experiencia. Si, como escribió la doctora Ximénez, quienes han fallecido por COVID-19, lo han hecho en la soledad del silencio absoluto, queda la posibilidad, y el encargo, de llenar ese vacío a través de honrar la vida que legaron y que merecían aún estar disfrutando. En su honor, colectivamente, podríamos tener el coraje de hacer las cosas con mayor inteligencia, prudencia y sensibilidad.