"El padre Pantoja está que se antoja".
Eso decían las muchachas iglesieras de Saltillo cuando el joven presbítero Pedro Pantoja Arreola llegó a ejercer su ministerio en mi ciudad.
En efecto, el novel sacerdote era muy guapo. Alto y bien plantado, más parecía galán cinematográfico que cura. Su vocación, sin embargo, era servir a los demás, y a eso dedicó su sacerdocio.
Se dio en cuerpo y alma al cuidado y defensa de los pobres y necesitados. Para ir hacia ellos no esperaba a que hubiera cámaras y micrófonos. Su labor fue callada, silenciosas. Cuando le entregaban algún reconocimiento a su labor lo recibía como a pesar de él mismo.
Fundó varias casas de ayuda a los migrantes, y por eso fue objeto de hostigamientos y amenazas. Eso jamás lo amedrentó. Hasta el final ungió a su prójimo con el santo sacramento de la bondad humana. Llevó los últimos consuelos de la religión a muchos enfermos de coronavirus. Quizás ahí se contagió, y este pasado viernes murió víctima del mal.
El padre Pantoja hizo mucho bien. Jamás será olvidado.
¡Hasta mañana!...