Una manera de pensar sobre lo que viene es contrastar lo que el gobierno dice que quiere lograr y lo que de hecho se propone hacer. El caso de la austeridad es ilustrativo: casi la primera prioridad del nuevo congreso fue una ley de austeridad, seguida por la de remuneraciones a funcionarios, como eje de su estrategia. Es obvio, como punto de partida, que nadie puede estar en contra de la austeridad como principio; sin embargo, lo relevante es preguntar cuál es el objetivo de la austeridad y cómo se va a practicar: no es lo mismo elevar la eficiencia y eficacia de la función gubernamental (algo deseable y para lo cual hay, como se dice, muchísima tela donde cortar), y otra muy distinta es someter a otros poderes públicos por medio de recortes de gastos (sobre todo aquéllos que le dan capacidad al Congreso de funcionar como contrapeso) o penalizar a los buenos funcionarios reduciéndoles sus ingresos: dos objetivos muy distintos, aunque ambos sean igualmente consistentes con la austeridad. La pregunta no es ociosa: qué se propone lograr y qué le asegura a la ciudadanía que aquello es lo adecuado y necesario.
Andrés Manuel López Obrador ganó la elección con un porcentaje del voto al que ya nos habíamos desacostumbrado. Ninguno de sus predecesores, de los noventa para acá, contó con el nivel de votos o apoyo legislativo y la legitimidad de mandato que ello entraña. Para todos ellos, el Congreso y las diversas entidades del Estado que gozan de autonomía sirvieron de contrapeso, al menos en algunos de los momentos más álgidos. Aunque, a decir verdad, su oposición fue casi siempre inspirada en recelos políticos de corto plazo, ahora ni eso es probable que ocurra. Pero hay un gran valor en ello.
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