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Sistemas anti-anticorrupción

Con/sinsentido

MIGUEL FRANCISCO CRESPO ALVARADO

Un bien público es aquello, material o inmaterial, que tiene como propósito beneficiar a todos los miembros de una comunidad. Un parque, por ejemplo, es un bien público porque su presencia otorga una diversidad de beneficios a quienes habitan el lugar en el que se encuentra, incluso, si jamás pasan por ahí: el impacto en las condiciones medioambientales que ocasiona es favorecedor para la vida, aunque haya quien no logre percatarse del bien que le produce esa plaza o jardín a la que nunca va.

Debería sernos natural pensar que, entre mayores y mejores cuidados reciba el parque en cuestión, mayores beneficios traería su existencia; lastimosamente no es así. En términos generales, solemos despreocuparnos por el estado que guardan los espacios públicos. Algunos pocos, actúan para rescatarlos; pero, en la mayoría de las ocasiones, eso ocurre cuando su condición de deterioro es ya muy avanzada. Algo similar sucede con el resto de los bienes públicos: la constante es el descuido y no su preservación y enriquecimiento.

Ahora bien, algunas de las maneras más dañinas de ese descuido vienen acompañadas del uso patrimonial que determinados miembros de una comunidad hacen de lo que debería ser benéfico para todos. Para seguir con el ejemplo del parque, pensemos en un vendedor que decide colocar allí su negocio, alterando las condiciones habituales del espacio que ocupa, propiciando que se pise el césped, se tire basura y se maltrate el mobiliario del jardín. De ocurrir algo así, las autoridades -de la mano de la ciudadanía- deberían retirarlo del lugar, ubicándolo en un mejor sitio para todos; pero ¿qué pasa cuando el gobernante en turno, en vez de cuidar el espacio público, descubre que algo del negocio que hace el vendedor que allí se colocó lo puede beneficiar a él también?

La historia de nuestro país podría contarse a partir de cómo, cada uno de los bienes públicos, se fue transformando en negocio de unos pocos; de la manera en que las autoridades en turno encontraron el modo, legal o ilegal, de "asociarse" con esos usufructuarios de lo público y; de la forma en que, en muchos de los casos, negociante y autoridad, terminaron por ser una y la misma persona.

En la actualidad somos testigos de los caminos que se están siguiendo para legislar, estructurar, conformar y poner a operar el Sistema Nacional Anticorrupción a nivel federal y en los estados del país. Lamentablemente, ya no debería sorprendernos que hasta ese bien, todavía inmaterial y sembrado tan sólo en una posibilidad, esté siendo tratado de manera patrimonial, como moneda de cambio con la que se negocia; o peor todavía, como mecanismo de simulación y de engaño.

La situación es tan grave que, en este punto, es más probable que el Sistema Nacional Anticorrupción, y los Sistemas que se construyen a nivel estatal terminen siendo, no instrumentos para la defensa de los bienes públicos sino mecanismos para protección de los corruptos: sistemas antianticorrupción. La razón: el que debería ser uno de los más importantes bienes públicos de los mexicanos, su estado de derecho, ha sido ocupado desde hace ya demasiado tiempo por usufructuarios que acomodan las leyes a conveniencia; de acuerdo con sus intereses y no con los de la sociedad. Lo que está en juego con el Sistema Anticorrupción es su negocio, por eso, simulan, engañan y desatan contra la ciudadanía todo tipo de marrullerías. Se aferran a su manera de vivir, aunque ésta tenga sumido a México en el subdesarrollo.

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