El título corresponde a un mural pintado por Diego Rivera en 1947 que sufrió los efectos del movimiento telúrico que derrumbó edificios endebles, aunque a decir verdad arrasó en su trepidación en, algunos casos, con lugares a los que habitualmente acudía a desayunar en aquellos días de estudiante en que nada parecía saciarme dado el apetito voraz capaz de consumir el abundante condumio que mi estómago soportaba estoico sin que pusiera reparo alguno a los abundantes tragos de café que diligentes meseros vaciaban de sus jarras en vasos de cristal, no en tazas, como acá se hace.
El mural, del que hablo, pintado al fresco, con un peso de 35 toneladas incluyendo una estructura metálica que actualmente lo refuerza y que una vez destruido el hotel Del Prado, que se derrumbó, fue trasladado a otro museo creado ex profeso para preservarlo como valiosa expresión artística del autor, y borrar una blasfemia que se escribió al calce de la pintura.
El paso de la vida a la muerte es un momento emblemático que ha causado al ser humano a través de la historia, admiración, temor e incertidumbre, por lo que en diversas culturas se han generado creencias alrededor de la muerte logrando desarrollar una serie de ritos y tradiciones con objeto de venerarla, honrarla, espantarla e incluso para burlarse de ella; digamos en las calaveras que los medios dan paso a colaboraciones de los lectores que en la mayoría de los casos aprovechan que encierran una gran dosis de humor en las que se fustiga principalmente a los políticos con cierta moderación en versos alegóricos referidos tradicionalmente a su escaso rendimiento por cuanto a obra pública se refiere.
Compite con el festejo, donde se exalta a los que han muerto, con las costumbres de los vecinos del norte, a lo que llaman Halloween que consistía en que los niños que salían de sus hogares a pedir regalos a la gente del rumbo. Lo cual se redujo, en los últimos años debido a la inseguridad a que se exponían los menores.
Un par de amigos, de diversas edades dedicados al sacrilegio de profanar tumbas, se reunieron al abrigo de un tejabán, protegiéndose del viento de una friolenta madrugada el día en que se festeja a los que se han ido al inframundo. Se encontraban en un cementerio. Aún estaba oscuro, llevaban consigo una barra con la que pensaban quitar las losas que cubrían un ataúd, momento en que escucharon voces de otras dos personas, quienes dialogaban con tal sigilo que no era posible escuchar sus palabras.
Depositaron junto a la cripta un saco de yute y una escalera de cuerda, avanzando en la penumbra. Son los que roban cadáveres, dijo con susurrante voz, seguramente para vender los esqueletos, que en estos días se ha convertido en una práctica común. Dicho lo cual arrojó un escupitajo y enseguida apresuró el paso mientras se decía a sí mismo: ahora sí que no creo ni en la paz de los sepulcros.