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Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Un gobierno sin marcha ni iniciativa, sencillamente no es gobierno... y, en esa circunstancia, está incurriendo la administración federal.

El presidente Enrique Peña y su equipo no salen del marasmo y, en el afán de mostrar serenidad, simulan gran actividad cuando que, en los hechos, pierden una y otra vez la oportunidad de rehacerse y recuperar la iniciativa. La osadía y la audacia inicial, ahora se trastocan en apocamiento y titubeo. Hay más solemnidad que seriedad, más presunción que concreción, más activismo que actividad...

Así, la administración desdibuja la posibilidad de constituirse en gobierno.

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El temor de que la elección se tradujera en un revés o en el estallido del malestar social quedó atrás, se remontó de modo mejor al previsto y, aun así, falta la decisión de evaluar a los colaboradores y reajustar las políticas. No, se ha entrado en un impasse, decorado con actos protocolares o discursos de ocasión que no ocultan la atonía. Se cumple con la apariencia, no con la sustancia de gobernar.

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Si antes de la elección intermedia y en el plano internacional, el gobierno chileno de Michelle Bachelet mostró gana de rehacer su gobierno y, ahora, después de la elección en el plano local, el gobierno capitalino de Miguel Ángel Mancera hizo lo mismo... en el plano federal, la inercia ritma la actuación. El deseo de acabar con mitos y romper paradigmas es recuerdo de una ceremonia inaugural.

La administración federal no se anima a ensayar nuevas fórmulas. Opta por avanzar y recular, prometer y olvidar, ordenar y contraordenar, permanecer en el lugar donde se encuentra: un punto muerto.

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Suspender un día la evaluación magisterial y reponerla poco después asegurando que se aplicará a como dé lugar y, luego, postergarla de nuevo donde se registra resistencia y, más tarde, realizarla a hurtadillas, no habla de una estrategia, exhibe una actuación medrosa. Habla de la aplicación de una reforma con mano temblorosa, incapaz de replantear su instrumentación.

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Prometer un presupuesto base cero y luego reconocer que, por los compromisos, el margen de maniobra es reducido, no habla de rediseñar el gasto, sino de maquillar una herida que -en vez de cosméticos- demanda una cirugía presupuestal mayor. Tela de dónde cortar hay: los gastos de imagen y propaganda oficial, las millonarias prerrogativas de los partidos, las partidas hechas a la medida de la popularidad y el capricho de los legisladores, el número de diputados plurinominales, la corrupción que sangra el presupuesto... pero, por lo visto, no hay coraje, quizá fuerza, para atacar ese dispendio.

Más fácil sacrificar servicios sociales que incomodar a la élite política.

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Presumir que, ahora sí, se va a domar la condición humana haciendo saltar a través del aro de fuego a quienes deben rendir cuentas, transparentar y no robar recursos públicos, mientras el dirigente de los ferrocarrileros, Víctor Flores, saquea las pensiones de sus supuestos representados, borra al domador y arrasa con el circo recién montado.

Las noticias del robo de recursos públicos, tráfico de influencias, desvíos, fortunas amasadas a costa del erario llegan del exterior; del interior, la promesa de investigar qué tan cierto es ese cuento. Y de las transas de las empresas beneficiarias de la licitación de contratos públicos da cuenta reiterada la intercepción telefónica ilegal, todo el mundo lo sabe... menos México que, generoso, les garantiza su legítimo derecho a concursar por más contratos y salpicar.

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Anunciar que las reformas estructurales se leen en el recibo de luz o del teléfono o se ven en la pantalla plana regalada, mientras a los enfermos se les atiende sobre cartones en el piso, se les recetan medicinas de bajo costo y calidad, se les interviene o se les trata según los recursos disponibles, no habla del mejor momento mexicano, sino uno de los peores, aquel donde los pobres son una monserga y la desigualdad un mal de siglos y, por lo mismo, no hay por qué prestarles mucha atención.

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Presentar a Pemex como flamante empresa productiva del Estado, cuando esta no garantiza el abasto de combustible porque el crimen ordeña los ductos o porque su desorganización provoca rezago en la distribución, evidencia que la reforma administrativa de esa industria sigue siendo un pendiente.

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Anunciar que el país está al día en cuanto a los instrumentos para garantizar los derechos humanos, pero no cesa la condena internacional por violarlos, habla de una política esquizofrénica o, bien, del empeño de arreglar la fachada del muro, detrás del cual se tortura o se aniquila.

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Declarar que la recaudación fiscal corona la reforma, pero callar que el monopolio del tributo lo disputa el crimen a través de la extorsión, no habla de la modernización del sistema tributario sino de su desfiguramiento. Hoy, más de un comerciante o empresario tributa doble y, en un ningún caso, recibe a cambio servicios o garantías plenas en favor de su desempeño.

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A casi un mes de la elección intermedia, se echa de menos la decisión de rehacer la administración, el deseo de constituirse en gobierno.

Desde hace nueve meses, la administración perdió la marcha, la iniciativa, la audacia y la osadía política. Justo al darse el marco jurídico que exigía su proyecto, no se ve al gobierno en ejercicio.

A veces el tiempo cura las heridas, pero también a veces las agrava. Dejar al tiempo la suerte de la administración no es una decisión, es mirar con angustia el calendario sin reconocer que el tiempo no es un recurso renovable.

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